El autocrático y errático presidente Vladimir Putin es más fuere que nunca, más popular que nunca y más peligroso que nunca. Durante años, los periódicos occidentales han publicado artículos que cuestionaban la validez de las encuestas que pretenden mostrar cómo de popular es el ex agente del KGB y antiguo alcalde de San Petersburgo. ¿Cómo es posible que un hombre que asesina a sus enemigos, mata a periodistas, oprime a los homosexuales y encarcela a los disidentes caiga tan bien a su propia gente? ¿Cómo es posible que los “dictadores” sean tan populares? ¿No es cierto que el pueblo ruso preferiría una democracia hermosa y pura como Francia, o como el Reino Unido, o los EE.UU.? Lo cierto es que empresas de sondeos independientes como el Centro Levada, e incluso líderes de la oposición como Alexei Navalny reconocen que Putin es extremadamente popular y alcanza unos niveles de aprobación que rozan el 90%.
La sociedad rusa es patriótica y conservadora en lo social, y Putin es excelente a la hora de sacar partido a estas tendencias. Se ha aliado con la Iglesia Ortodoxa Rusa con el fin de otorgar legitimidad social a su proyecto, y ha alimentado cuidadosamente el voto joven. Su arma secreta, sin embargo, es la guerra, una carta que juega siempre que los ciudadanos rusos comienzan a dudar de su legitimidad o competencia. La guerra de 1999 en Chechenia, la guerra de 2008 en Georgia, la guerrra de 2014 en Ucrania Oriental, y ahora la guerra de Rusia en Siria, todas se vieron precedidas por una sacudida en la popularidad de Putin o por un riesgo para su seguridad personal. En el caso de Chechenia, por ejemplo, estaba intentando establecerse como un líder fuerte para suceder a la ineptitud chapucera y borracha de Boris Yeltsin. La guerra en Georgia procedía de un conflicto a fuego lento, en el que Putin subió la temperatura en respuesta a la crisis financiera en Europa. Sus niveles de aprobación pegaron un salto de diez puntos de la noche a la mañana. Aún así, la economía todavía chirriaba en 2013, y, tras años de recesión continua y de subidas de precios, sus niveles de aprobación tocaron un mínimo récord. En 2014, Putin reaccionó con furia al cambio de guardia político en Kiev; se anexionó Crimea y comenzó una nueva guerra en la región de Donbass, apoyada incluso por algunos de sus oponentes políticos. De un día para otro, la crisis de popularidad quedó resuelta, y la aprobación se disparó hasta el noventa por ciento.
Si el comodín de Putin es la guerra, como todo dictador tiene un talón de Aquiles; en su caso, la economía. Sus incursiones en Georgia en 2008 reflotaron temporalmente sus rátings, pero Putin no pudo hacer nada para detener el declive continuado que vino después. La crisis de la deuda soberana en Europa dejó a Rusia expuesta. Los precios subieron y los márgenes de beneficio se agriaron. Muchos de los que habían logrado auparse a la clase media se encontraron de vuelta entre los trabajadores pobres. Por un tiempo, Putin echó la culpa del desastre a los financieros europeos, pero la narrativa quedó descartada en diciembre de 2013, cuando admitió que no había cumplido las promesas de reforma y había fracasado a la hora de combatir a la corrupción.
Dado que el 60% de los rusos apoyaba los ataques aéreos en Siria -pero estaban cansados como para entrar en otra guerra desastrosa similar a la invasión soviética de Afganistán en los ochenta- Putin ha cumplido su promesa de no desplegar tropas terrestres. Los bajos precios del petróleo, sin embargo, están desgarrando la economía rusa. Todo apunta a que una tentativa de acuerdo con Arabia Saudí para alzar los precios a través de la manipulación del suministro va a quedar anulada por la inundación del mercado con petróleo iraní; en cualquier caso, la causa principal de los bajos precios del crudo es el relajamiento de la demanda en el mundo en vías en desarrollo, una tendencia que según parece va a continuar. Aunque Putin tiene para preocuparse con las sanciones, muchos rusos, por el momento, están disfrutando sumidos en la mentalidad del asedio patriótico, pero es un sentimiento que no durará para siempre.