Después de todos y cada uno de los ataques terroristas o explosiones en cualquier ciudad europea, entra en erupción una vez más el debate sobre la relación de Europa con sus musulmanes y con sus vecinos pertenecientes a esta fe. No es difícil observar que desde los ataques terroristas de Londres de Julio de 2005, pasando por los ataques de Madrid y París y llegando finalmente a Bruselas, este debate se reproduce prácticamente idéntico, con pocos cambios en el tono o en el vocabulario.
El debate se centra en la relación de las minorías musulmanas con las sociedades europeas occidentales; en la integración o no integración de estas comunidades y en su cooperación o no cooperación con las fuerzas de seguridad y las autoridades en los diversos países del continente. En los últimos meses, otra cuestión se ha añadido a las que ya se discutían en el debate sobre islam, musulmanes y terrorismo. Se trata de la cuestión de los refugiados y del flujo de cientos de miles de musulmanes sirios, iraquíes y kurdos a los países de Europa Occidental.
Aún así el foco del debate, y el eje en torno al que giran la mayoría de las cuestiones con posterioridad a este tipo de incidentes es siempre la seguridad. Por ejemplo, ¿se han convertido las minorías musulmanas en una quinta columna en el seno de las sociedades europeas? ¿Hasta qué punto han fracasado las agencias de seguridad a la hora de obtener la información necesaria y de proporcionársela a las diversas agencias internacionales con tiempo suficiente antes de que se produzcan tales ataques terroristas?
Las voces que apoyan la diversidad cultural y social en la Europa posterior a la Guerra Fría han enmudecido en gran medida. El diálogo sobre la responsabilidad europea, y sobre las políticas occidentales en general, ha desaparecido casi por completo del espacio de diálogo. El examen espiritual de Europa acerca de los motivos tras esta ola de terrorismo, que ha comenzado con el cambio de siglo, sigue siendo superficial, hueco, y no se produce en proporción a la significancia de lo que está ocurriendo.
En Septiembre de 2001, los Estados Unidos sufrieron varios ataques terroristas sanguinarios, simultáneos y sin precedentes, que fueron reivindicados por Al-Qaeda. La respuesta americana no fue proporcional al tamaño de los ataques.
En lugar de movilizar los mecanismos de seguridad y justicia necesarios para confrontar un desafío de este tipo, la administración del presidente Bush Jr., con el apoyo de un número tangible estados europeos occidentales, declaró una guerra sin fin contra Afganistán e Irak y casi comenzó también una guerra contra Siria. Incluso alentó a sus aliados israelíes a atacar tanto Líbano como la Franja de Gaza.
Desde la invasión americana de Afganistán y el derrocamiento del régimen talibán hacia finales de 2001, y la posterior invasión de Irak y su ocupación en 2003, la administración de EE.UU. prendió un incendio que muchos años después sigue descontrolado por todo Oriente, ahogando a sus comunidades en un abismo de guerras civiles y conflictos.
Antes de la política americana de guerra total en Oriente, y a pesar de su éxito con los ataques del 11 de Septiembre, Al-Qaeda seguía siendo bajo todos los parámetros un fenómeno terrorista limitado. Sin embargo, tras la invasión y ocupación de Irak se convirtió en una peligrosa organización terrorista con múltiples cabezas, global y transfronteriza. A partir de 2007, Washington se dio cuenta de la dimensión del error en el que había incurrido su política de guerra total.
Quizá el comité Baker-Hamilton fue el indicador más significativo de la disposición de los EE.UU. a admitir el fracaso de la administración Bush en el Medio Oriente amplio. A pesar de ello, y con la excepción de la decisión de retirarse de Irak y de Afganistán, tomada a finales de la segunda legislatura de Bush y a principios de la primera de Obama, Washington no realizó cambios sustanciales en su aproximación a las cuestiones y crisis en Oriente Medio –ni aquellas que precedían a la política de la guerra total ni a aquellas generadas por la administración de Bush Jr.-.
Quizá las elecciones al parlamento iraquí de 2010 representaron un importante punto de inflexión en las repercusiones que llevaron al fenómeno terrorista a sus circunstancias actuales. Las elecciones se celebraron en una atmósfera de optimismo, con posterioridad a la severa derrota infligida por los clanes suníes iraquíes, que dejó a Al-Qaeda fragmentada en pequeños grupos y sin capacidad de amenazar a la sociedad iraquí.
No fue extraño que tras años de ocupación y de división cívica y sectaria emergiera como mayor fuerza política en el nuevo Parlamento iraquí la Lista Iraquí nacionalista árabe.
Sin embargo, los iraníes, desafiando a prácticamente todos los demás estados vecinos de Irak, insistieron en que Maliki volviera a ocupar el cargo de primer ministro, negando a la Lista Iraquí su derecho electoral y constitucional a formar gobierno. Los Estados Unidos, que tenían la mayor influencia sobre Irak después de la invasión y de la ocupación, sucumbieron a la posición iraní ya fuera por defecto o por el deseo de desembarazarse rápidamente de la carga de Irak.
Obsesionado por su deseo de convertirse en un nuevo Saddam Hussein, el antiguo primer ministro iraquí Nouri Al-Maliki, el político sectario, regresó a la posición de primer ministro de una forma patológica, con aún más políticas sectarias, despóticas y autocráticas que las de su primera legislatura.
En pocos meses, como señala Charles Lister en su nuevo libro sobre la Yihad en Siria y la historia de la revolución siria, el Estado Islámico de Irak nació de las cenizas de Al-Qaeda y se presentó, tras el fin de la ocupación americana, como el guardián y protector de los intereses de los árabes suníes iraquíes frente a las políticas sectarias de Maliki y la ampliación de la hegemonía iraní sobre las decisiones y recursos iraquíes.
Poco después, estalló en las inmediaciones la revolución siria. El mundo se quedó observando cómo el índice de muertos sirios subía día a día. En Irak, Maliki ignoró las demandas de los manifestantes pacíficos y respondió a las protestas con violencia aún mayor.
En ese tiempo, Siria no era un campo abonado para Al-Qaeda o para el grupo del Estado Islámico. Quizá tuvo que pasar todo un año desde el inicio de la revolución hasta que el liderazgo de la organización en Irak se colara en el escenario sirio. Muy pronto, el Estado Islámico de Irak se convirtió en el Estado Islámico de Irak y del Levante. Tan pronto como la organización logró establecerse firmemente en Raqqah, en Deir Ez-Zour, en Mosul y en Al-Anbar, se proclamó un Estado Islámico y Califato.
Lo errático de las políticas occidentales con respecto a los vecinos árabes e islámicos de Europa no terminó ahí. No hay duda de que los países occidentales, tras algunas vacilaciones, dieron la bienvenida al movimiento revolucionario árabe y apoyaron las demandas de la gente. Sin embargo, tan pronto como las fuerzas contrarrevolucionarias comenzaron a actuar contra los procesos de transición democrática en los países de la revolución, la bienvenida occidental rápidamente se truncó.
No existe mejor prueba de la inconsistencia de las políticas occidentales que la recepción dada al líder del golpe egipcio, descrito por el presidente estadounidense Barack Obama en su entrevista con la revista mensual The Atlantic como menos inteligente pero más brutal que Mubarak.
En una interpretación sin precedents en cuanto a profundidad y sabiduría de 2.000 años de historia mundial, Peter Francopan publicó el verano pasado un libro único titulado Las Rutas de Seda: una Nueva Historia del Mundo. Ofrece otra imagen de la íntima relación que vincula a los actuales ciclos de civilizaciones humanas, sin interrupción de China al Atlántico.
A lo largo y a lo ancho de este espacio expansivo, y a través de su centro en Oriente Medio en particular, se movían las caravanas comerciales, y así lo hacían mercancías, soldados, prostitución, ideas y alores. En la mayor parte de esta larga historia, existía algún tipo de equilibrio entre los diversos poderes de este espacio civilizacional. Sin embargo, desde el s. XIX, Europa Occidental inclinó la balanza a su favor de forma decisiva.
El auge europeo, que se transformó en auge de los poderes a ambos lados del Atlántico, no implica que el movimiento de mercancías, personas, ideas y valores se haya detenido. La verdad es que el intercambio se ha vuelto mucho más rápido, denso y ha ganado en influencia sobre la vida cotidiana de los humanos.
Una ruptura total entre Europa y el oriente árabe islámico es sencillamente imposible. Sería ingenuo que alguien en París, Bruselas o Berlín pudiera imaginar que Europa, por altos que sean sus muros, pueda disfrutar de paz, prosperidad y estabilidad mientras que los vientos de la guerra, la muerte, y la falta de vitalidad campen a sus anchas por sus vecinos orientales.
Este artículo fue publicado originalmente en Middle East Eye.