Clara Palma Hermann
A lo largo del último año, los europeos se han encontrado de bruces, de pronto, con la realidad de los cientos de miles de refugiados que llegan en busca de asilo. No es un fenómeno nuevo, pero ha sido a partir de 2015 que se ha exacerbado y ha obtenido visibilidad. Antes, lo más frecuente era que el periodista que propusiese a su medio hablar de refugiados se comiera los mocos.
No cabe duda de que se trata de una problemática compleja, se mire por donde se mire. Cumbre tras cumbre, los jefes de estado de la UE no han logrado ponerse de acuerdo para buscar una solución, y la falta de voluntad política ha sido justamente criticada por una sociedad civil que ha producido notables muestras de empatía y solidaridad con los refugiados. Pero en las últimas semanas, la indignación de la opinión pública se ha intensificado con la firma un trato con Turquía, que ya ha quedado bautizado de forma inamovible como “el acuerdo de la vergüenza”.
No obstante, las peticiones en change.org, intercaladas con enlaces a noticias tremendistas publicadas por webs de dudosas credenciales hacen un flaco favor a la situación, y sólo contribuyen a aumentar la confusión. Evidentemente, esto no es un fenómeno nuevo en las redes sociales, pero en este caso se suma la problemática del activismo periodista: voluntarios con la mejor intención, que quieren compartir lo que están viviendo sobre el terreno a modo de denuncia, ya sea como autores o como fuentes. El resultado: titulares que incluyen expresiones como “¡Vergüenza!” o “¡Está pasando!”, y textos que no contextualizan, que mezclan datos o conceptos, que hacen llamamientos abstractos a la solidaridad sin entrar a analizar una situación compleja como pocas. Así, para remover más las conciencias, pueden llegar a surgir noticias totalmente falsas –como ocurrió en Berlín este invierno, con el voluntario que inventó que un refugiado había muerto de frío haciendo cola para pedir asilo-
Por eso se a veces se vuelve necesario hacer de abogado del diablo. No defiendo en lo más mínimo el acuerdo alcanzado con Turquía. Pero parece que, para muchos comentaristas, la situación anterior a este trato era mejor, más justa. Parece que la firma del acuerdo consagra la hipocresía, supone el inicio de una práctica nueva y deleznable. Pero a lo largo de los últimos años y hasta la fecha, la política europea con respecto al asilo ha seguido una mentalidad que podríamos definir como: “A quien sobreviva con éxito la travesía y se deje el dinero con los traficantes, ya si eso, habrá que darle asilo en algún sitio. Pero vamos a ponérselo lo más difícil que podamos, no sea que vengan más”.
Disuadirles de viajar a Grecia, “hacerles la vida imposible”, “un infierno”, fueron palabras textuales del máximo responsable de la policía griega durantela legislatura del conservador Andonis Samarás. Claro que no todas las instituciones europeas se muestran igual de agresivas, pero ¿es éste un enfoque más humanitario? ¿más legal que las devoluciones a Turquía?
Las píldoras de información que se están consumiendo no ofrecen una comparativa con lo que ha sido la situación hasta ahora. Si nos quedamos con la imagen de las fronteras abiertas el verano pasado, de los voluntarios recibiendo a los niños con globitos en el andén de Alemania, parece casi idílico, pero detrás se escondía mucho más. Como muchos periodistas pudimos atestiguar en Grecia, antes del infame acuerdo UE-Turquía, el “sistema” (por llamarlo de alguna manera) no era menos arbitrario e insostenible.
Comencemos por el gran titular actual: comienzan las deportaciones de refugiados a Turquía. Esto ya induce a error, puesto que todavía no se ha denegado el asilo a nadie. En efecto, el 4 de abril se deportó a un grupo de personas que no lo habían solicitado y que, en parte, ya habían llegado antes de que entrara en vigor el acuerdo, en su mayoría paquistaníes y bengalíes. Evidentemente, cabe preguntarse si se les ha informado de sus derechos y si hubieran tenido acceso al procedimiento de haberlo pedido.
Según los periodistas que se encuentran en Lesbos, a quienes se encuentran encerrados en los nuevos centros de detención se les está dando sólo la opciónde pedir asilo en Grecia, sin mencionar la posibilidad de optar al programa de reasentamiento de ACNUR. Es una forma de presionarles para que acepten ser deportados. Aunque también es probable que el motivo por el que los paquistaníes y otras nacionalidades de países que no están oficialmente en conflicto no lo han solicitado es que saben que la posibilidad de obtenerlo es prácticamente nula (eso sí, esto es igual en todas partes; tampoco en Alemania se lo concederían). Estas deportaciones de “migrantes económicos”, en cualquier caso, están a la orden del día en todo el mundo y dependen únicamente de que el tercer país acepte la devolución.
Entre Grecia y Turquía estas expulsiones ya se estaban produciendo desde hace meses merced a un acuerdo. A muchos marroquíes o argelinos, por ejemplo, ya no se les dejaba viajar de las islas a tierra firme, sino que se les detenía directamente de cara a la deportación a Turquía. Antes de que el gobierno de Syriza cerrase parcialmente los centros de detención, la práctica habitual en Grecia era mantener encerradas en condiciones infrahumanas el tiempo máximo permitido en la UE –es decir, hasta 18 meses, a las personas a las que no se pudiera expulsar por complicaciones administrativas, forzándoles a pedir el retorno voluntario.
Ahora, al menos en teoría, los recién llegados tienen la posibilidad de solicitar asilo. Algo que no ocurre, por ejemplo, en el caso de España, que con las devoluciones en caliente viola la legalidad internacional con la complicidad de Marruecos. Si las personas a las que dispara pelotas de goma podrían optar o no al estatus de refugiado es algo que no le quita el sueño a nuestro Gobierno.
¿Deportar a Turquía pero no dentro de la propia UE?
Pero vayamos con los sirios, los iraquíes y los afganos –es decir, los que por su sola nacionalidad en principio pueden optar a algún tipo de protección-. Tampoco en este caso el tema de las deportaciones, que ha sido acogido como si se tratara de una vergonzosa novedad, es tal.
Antes de la llegada al poder de Syriza, que prácticamente acabó con esta práctica, las expulsiones ilegales estaban a la orden del día. Un amplio abanico de ONGs y cientos de testimonios de refugiados recogidos en prensa acreditan la ejecución casi sistemática de los pushbacks (devoluciones en caliente en la jerga especializada). Uniformados que sólo podían pertenecer a los guardacostas griegos obligaban a las barcas a volver atrás, o las dejaban directamente a la deriva inutilizando el motor. Los refugiados que lograban llegar a las islas griegas lo hacían con frecuencia sólo al cuarto o quinto intento, a menudo con palizas y con robos de por medio. En 2013 por ejemplo recogí el testimonio de Iyad, un sirio que había ejercido de juez en Damasco. Explicó cómo los guardacostas habían fingido que abrían fuego contra los refugiados interceptados con sus M-16. Después les obligaron a tumbarse en el suelo y les caminaron por encima. A culatazos con el que se resistía, les quitaron los pasaportes, los móviles y el dinero en efectivo. Después, les hundieron el motor y les remolcaron a aguas turcas. Estas prácticas constituían uno de los factores disuasorios que quizá retrasaron el aumento del número de llegadas. No en vano los griegos más xenófobos y conservadores acusan al gobierno de Syriza de haber “abierto las fronteras de par en par” por el hecho de dejar pasar las barcas.
Otro aspecto de las devoluciones, en este caso legales, es el que establece la normativa europea de Dublin II. Se supone que, dentro del espacio Schengen, es el país de entrada el que se debe responsabilizarse de la solicitud de asilo. Es decir, que si un refugiado solicita asilo en Dinamarca, digamos, se le puede deportar de vuelta a Bulgaria si consta que entró en Europa por allí. El acuerdo con Turquía podría entenderse, en cierto sentido, como si este país se integrase en el marco de Dublin II.
En cualquier caso, con la actual confusión que reina en todos los sistemas de asilo europeos, Dublín II ha quedado casi inoperante. El verano pasado, testigos oculares contaban cómo en Hungría, refugiados con dinero pagaban a otros (y sobornaban a la policía) para que quedasen registradas a su nombre las huellas dactilares de otra persona. Además, en la práctica ningún país deportaba ya a refugiados a Grecia, el principal país de entrada. Es un país seguro en el sentido de que no está en guerra, pero después de que varios tribunales dieran la razón a demandantes de asilo que en Grecia habían sido víctimas de maltrato y verdaderas torturas a manos de la policía, se sentó un precedente. En 2015, el propio ministro del Interior alemán Thomas de Maiziere reconoció públicamente que la decisión se basaba en el hecho de que en el país heleno “el tratamiento de los demandantes de asilo no siempre se corresponde con los estándares europeos”.
Al carecer de esta información, sin embargo, a muchos de los que ahora se indignan una expulsión de Alemania a Grecia no les parecería igual de monstruosa que una devolución a Turquía. En este punto está probablemente el gran interrogante del “Acuerdo de la Vergüenza”. ¿Un solicitante de asilo no puede ser deportado a Grecia, legalmente, pero sí a Turquía? ¿Dónde está más garantizado el respeto a sus derechos humanos?
En primer lugar, el que Europa tenga una responsabilidad moral y legal para con los refugiados, que la tiene, y el hecho de que no deba delegar esa responsabilidad, no quiere decir que enviar a los refugiados a Turquía sea como enviar a los judíos a Auschwitz (juro que no me lo estoy inventando y que lo he leído en Facebook).
Es cierto que Turquía no ofrece el estatus de refugiado como tal, sino una especie de sucedáneo, ya que no aplica la Convención de Ginebra para los no europeos. También, que las críticas contra el creciente autoritarismo del gobierno turco están más que fundadas. Y también que considerar a Turquía un país totalmente seguro es una burla contra ciertos colectivos dentro de los refugiados. Como los periodistas sirios que ejercen allí su labor: recordemos el asesinato de Naji Jerf en Gaziantep el pasado diciembre. Otros periodistas tuvieron que abandonar el país después de sobrevivir a varios intentos de asesinato a manos de extremistas en el sureste turco y de que la policía les diera a entender que no podían hacer nada por garantizar su seguridad. Tampoco están protegidos los derechos de los kurdos sirios. Informaciones sin confirmación oficial hablan de detenciones arbitrarias y abusos por hablar enkurdo, o por llevar una foto de milicianos de las YPG en el móvil.
Cuestión aparte son los refugiados que, según ha documentado Amnistía Internacional, serían devueltos a través de la frontera a Siria antes de haberse podido registrar. Todo esto debe ser investigado y esclarecido a fondo. Si se demuestra que los derechos de los refugiados son violados de forma sistemática y que las autoridades turcas no hacen nada para poner freno a la situación, sería tan injustificable deportarles allá como lo es deportarles de Alemania a Grecia. Pero la creciente dependencia que en esta materia tiene la UE de Turquía hace muy poco probable que se vaya a presionar para que se investiguen y esclarezcan todos estos hechos.
Por lo demás, para la mayoría de los refugiados sirios, aquellos que no tienen una ocupación “de riesgo” Turquía es un país relativamente seguro, con unas condiciones económicas que les pueden permitir incluso rehacer sus vidas. No ocurre así en Grecia (donde para colmo, hasta hace poco, estaban los neonazis de Amanecer Dorado abriendo cabezas).
Sea como fuere, la apertura de las fronteras en la Ruta de los Balcanes ha sido una excepción en un largo historial de detenciones y expulsiones. Por desgracia, sin un visado, en principio no se puede atravesar una frontera, por muy refugiado que se sea. Durante estos últimos meses de “ancha es Castilla”, los pocos días de viaje hasta llegar al norte de Europa eran una bendición en comparación con los sufrimientos de antes, pero también era cosa sabida que como sistema no podía durar. Sí, para los refugiados era mejor que tener que gastarse miles de euros en documentos falsos, pasarse meses detenidos, ser extorsionados, malvivir durante años y sin ninguna esperanza en países como Grecia o Bulgaria. Pero no por mejor es defendible. ¿No se veían acaso forzados también a jugarse la vida en el mar? ¿No es hipócrita conceder el asilo solamente como premio al que logra llegar hasta el final en este juego de la Oca, si no se queda por el camino?
Lo lógico es pensar que debe haber una regulación para que todo este proceso se desarrolle con garantías legales, pero esto es algo en lo que muchos de quienes critican el Acuerdo de la Vergüenza, por alguna razón, inciden mucho menos. Hace falta un sistema de reasentamiento en el que los refugiados puedan inscribirse en el país en el que se encuentren, ya sea Turquía, Líbano o Afganistán. Que las posibilidades de alcanzar una vida digna y en paz no dependan de quién tenga dinero para el traficante y la desesperación o el valor necesarios para jugarse la vida por el camino.
Con el acuerdo con Turquía, al programa de reasentamiento en Europa sólo tienen acceso los sirios. Y esto en teoría, porque de todas formas todo depende de la cifra de sirios que sean deportados de las islas, y todo apunta a que ésta no será alta. Parece ser que el 90% de las personas que han llegado a Grecia desde la entrada en vigor del trato está solicitando asilo. La tramitación de las solicitudes, aunque sea para denegarlas, puede llevar un tiempo indeterminado y muy probablemente el sistema estará totalmente colapsado dentro de poco. Sin mencionar que posiblemente muchos refugiados puedan tener motivos convincentes que hagan inviable la deportación.
Hace falta un sistema de reasentamiento que sea seguro, y también justo, en el que cada persona, independientemente de que venga de un país que no está en guerra, tenga derecho a exponer su caso y sus motivos individuales. Y, aunque yo personalmente opino que cualquiera debería ser libre de ir a buscarse la vida a cualquier lugar del mundo, no todas las personas deben entrar en la categoría de refugiados. El término “migrante económico” se ha vuelto políticamente incorrecto y ha adquirido una carga peyorativa, como si fuera censurable el buscarte la vida fuera de tu país. En este maremoto mediático que se ha producido, he llegado a leer que un paquistaní también es un refugiado porque huye de la inseguridad económica y del alto desempleo. ¡Vaya por dios, va a resultar que los españoles emigrados también somos refugiados y no lo sabíamos! Si aplicamos la etiqueta indistintamente a todos aquellos que se ven desplazados en contra de su voluntad, no sólo estamos perjudicando a los que tienen casos verdaderamente urgentes y graves, sino que tampoco creamos recursos que se ajusten a las necesidades de quienes buscan, con todo derecho, una vida mejor, en lugar de huir de las bombas.
En resumen, las confusiones no ayudan a nadie. Este acuerdo es, en efecto, una vergüenza, y lo más probable es que en las altas esferas nadie se crea que pueda funcionar tal y como está planteado. La idea, sencillamente, es que actúe como agente disuasorio para que la gente no se embarque. Pero simplemente elegirán nuevas rutas. Eso no quiere decir que haya que volver a la situación anterior. Criticar la falta de humanidad y recalcar la vergüenza que uno siente por ser europeo está muy bien, pero lo realmente urgente sería presionar a nuestros gobiernos para que ofrezcan plazas en el programa de relocalización para el que ACNUR selecciona a las personas más vulnerables. O si no, por complejo que sea, y muchos interrogantes que de momento permanezcan sin respuesta, crear mecanismos para que los solicitantes de asilo puedan dirigirse directamente a la embajada del país en cuestión. Tampoco sería la solución a todos los males, pero así, al menos, no habría que disuadir a nadie de embarcarse ni deportar a nadie.