A los 21 años, me fui de Gaza a Egipto para estudiar la carrera de ciencias políticas. No podía haber elegido un momento peor. La invasión iraquí de Kuwait en 1990 había ocasionado la formación de una coalición internacional dirigida por EE.UU. y desencadenado una guerra, que acabaría por allanar el camino para la invasión estadounidense de Irak en 2003. Me di cuenta de que de repente los egipcios “odiaban” a los palestinos debido al apoyo de Yasser Arafat a Irak en ese momento. Pero no sabía a qué nivel llegaba ese supuesto “odio”.
Me alojaba en un hostal barato en El Cairo, donde poco a poco fui gastando las pocas libras egipcias que tenía a mi disposición. Fue allí donde conocí a Hajah Zainab, una anciana y cariñosa bedel que me trató como a un hijo. Parecía enferma, vacilaba al caminar y se apoyaba en las paredes para tomar aliento antes de continuar con sus eternas tareas. Los antaño cuidadosamente diseñados tatuajes de su cara se habían convertido en una maraña de tinta arrugada que le desfiguraban la piel. Aun así, prevalecía la ternura de sus ojos, y cada vez que me veía me abrazaba y lloraba.
Hajah Zainab lloraba por dos motivos. En primer lugar por pena hacia mí, que estaba luchando contra una orden de deportación –por el simple hecho de ser palestino en un momento en el que Arafat eligió apoyar a Saddam Hussein mientras que Hosni Mubarak había decidido aliarse con EE.UU.-. Me sentía desesperado y experimentaba horror ante la posibilidad de enfrentarme a la inteligencia israelí, el Shin Bet, que probablemente me citarían en sus oficinas una vez que cruzara la frontera de vuelta a Gaza. El otro motivo era que el único hijo de Hajah Zainab, Ahmad, había muerto luchando contra los israelíes en el Sinaí.
La generación de Zainab percibía las guerras de Egipto con Israel, en 1948, 1956 y 1967, como guerras en las que Palestina era la causa central. Ni todos los políticos interesados ni todo el condicionamiento de los medios de comunicación podían cambiar eso. Pero la guerra de 1967 constituyó una derrota sin paliativos. Con el apoyo directo y masivo de EE.UU. y otras potencias occidentales, los ejércitos árabes sufrieron un duro golpe, siendo derrotados en tres frentes diferentes. Gaza, Jerusalén Este y Cisjordania fueron perdidos, junto con los Altos del Golán, el Valle del Jordán y el Sinaí.
Fue entonces que las relaciones de algunos países árabes con Palestina comenzaron a cambiar. La victoria israelí y el continuo apoyo por parte de EE.UU. y Occidente convencieron a algunos gobiernos árabes para disminuir sus expectativas y esperar lo mismo de los palestinos. Egipto, que antaño fuera el portaestandarte del nacionalismo árabe, sucumbió ante un sentimiento de humillación colectiva, para redefinir después sus prioridades, centrándose en liberar sus propios territorios de la ocupación israelí. Sin el central liderazgo egipcio, los países árabes se dividieron en facciones, y cada gobierno siguió su propia agenda. Una vez que Palestina, toda entera, estuvo bajo control israelí, los árabes lentamente abandonaron una causa que antes había sido percibida como la causa central de la nación árabe.
1967 también puso fin al dilema de la acción palestina independiente, que fue casi completamente secuestrada por varios países árabes. Además, la guerra desplazó el foco hacia Cisjordania y Gaza, permitiendo a la facción palestina Fatah reforzar su posición a la luz de la derrota árabe y de la subsiguiente división.
Esta división quedó particularmente de manifiesto en la cumbre de Jartum en agosto de 1967, donde los líderes árabes se enfrentaron con motivo de sus prioridades y definiciones. ¿Deberían los avances territoriales de Israel redefinir el statu quo? ¿Deberían centrarse los árabes en volver a la situación anterior a 1967 o a la situación anterior a 1948, cuando la Palestina histórica fue inicialmente ocupada y los palestinos sufrieron una limpieza étnica?
El Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas adoptó el 22 de noviembre de 1967 la resolución 242, que reflejaba el deseo de la administración estadounidense de Johnson de capitalizar el nuevo statu quo: una retirada israelí “de los territorios ocupados” a cambio de la normalización de relaciones con Israel. El nuevo lenguaje del periodo inmediatamente posterior a 1967 alarmó a los palestinos, que se dieron cuenta de que cualquier futuro acuerdo político probablemente ignoraría la situación anterior a la guerra.
Finalmente, Egipto combatió y salió victorioso de la guerra de 1973, que le permitió consolidar su control sobre la mayor parte de los territorios que había perdido. Pocos años después, los acuerdos de Camp David dividieron aún más las filas de los árabes y pusieron fin a la solidaridad oficial de Egipto con los palestinos, garantizándole al estado árabe más poblado un control condicional sobre su propio territorio en el Sinaí. No es posible exagerar con las repercusiones negativas de ese acuerdo. Sin embargo, el pueblo egipcio, a pesar del paso del tiempo, no ha llegado nunca a normalizar las relaciones con Israel.
En Egipto existe todavía un cisma entre el gobierno, cuyo comportamiento se basa en las necesidades políticas y en la propia supervivencia, y la gente, que, a pesar de las decididas campañas antipalestinas de varios medios, está determinada a rechazar la normalización de Israel hasta que Palestina sea libre. Al contrario que el bien financiado circo mediático que ha demonizado Gaza en los últimos años, las personas como Hajah Zainab tienen muy pocas plataformas en las que poder expresar abiertamente su solidaridad con los palestinos. En mi caso, tuve la suerte de encontrarme con la anciana bedel que lloraba por Palestina y por su único hijo desde hacía tantos años.
No obstante, el carácter de Zainab se volvió a reencarnar en otros personajes que me encontraba en mi camino una y otra vez. Me encontré con ella en Irak en 1999. Era una anciana vendedora de verduras que vivía en Ciudad Sadr. Me encontré con ella en Jordania en 2003. Era un taxista que llevaba una bandera palestina colgada de su cascado espejo retrovisor. También era un periodista saudí jubilado al que conocí en Jeddah en 2010, y una estudiante marroquí a la que encontré en una gira en París en 2003. Tenía poco más de 20 años, y lloró al decirme que para su gente Palestina es como una herida infectada. “Rezo cada día por una Palestina libre,” me dijo, “al igual que hacían mis difuntos padres en cada uno de sus rezos”.
Hajah Zainab también es Argelia, toda Argelia. Cuando la selección palestina de fútbol se encontró con sus adversarios argelinos el pasado febrero, ocurrió un fenómeno extraño, sin precedentes, que dejó a muchos sorprendidos. Los hinchas argelinos, que se cuentan entre los amantes más fanáticos del fútbol, animaron sin parar a los palestinos. Y cuando el equipo palestino marcó un gol, fue como si las gradas se hubiesen incendiado. El estadio abarrotado estalló en cánticos por Palestina.
Entonces, ¿han traicionado los árabes a Palestina? La pregunta se formula con frecuencia, y se responde a menudo con un “Sí, lo han hecho”. Los medios de comunicación egipcios empleando a los palestinos de Gaza como chivos expiatorios, el asedio para matar de hambre a los palestinos de Yarmuk, en Siria, la última guerra civil en el Líbano, el maltrato a los palestinos en Kuwait en 1991 y después en Irak en 2003 se citan a menudo como ejemplos. Ahora, algunos insisten en que la denominada “Primavera Árabe” fue el último clavo en el ataúd de la solidaridad árabe con Palestina.
No estoy de acuerdo. El resultado de la malhadada “Primavera Árabe” fue un abandono masivo, si no una traición, no sólo de los palestinos sino de todos los árabes. El mundo árabe se ha convertido en un enorme terreno de juego para las sucias políticas de los viejos y los nuevos rivales. Los palestinos han sido convertidos en víctimas, pero así ha ocurrido con los sirios, egipcios, libios, y yemeníes, entre otros.
Tiene que producirse una demarcación política clara de la palabra “árabes”. Árabes pueden ser gobiernos no elegidos democráticamente, como también puede serlo una cariñosa anciana que gana dos dólares al día en un sucio hotel cairota. Árabes son las élites envalentonadas que sólo se ocupan de sus propios privilegios y riqueza, sin que les importen ni Palestina ni su propia nación. Pero también lo son multitud de gentes, diversas, únicas, empoderadas, oprimidas, que en este momento de la historia se consumen con su propia supervivencia y con la lucha por la libertad.
Estos últimos “árabes” nunca traicionaron a Palestina; lucharon por ella y murieron por ella cuando se les prestó la oportunidad.
Lo más probable es que Hajah Zainab haya muerto hace largo tiempo. Pero existen millones que son como ella y que anhelan una Palestina libre, mientras siguen luchando por su propia libertad y salvación.
El doctor Ramzy Baroud lleva más de 20 años escribiendo sobre Oriente Medio. Es columnista internacional, consultor de medios y autor de varios libros, así como el fundador de PalestineChronicle.com. Entre sus libros están “En busca de Yenín”, “La segunda Intifada palestina” y el más reciente, “Mi padre fue un luchador por la libertad: la historia jamás contada de Gaza”. Su web es www.ramzybaroud.net.