Mucha gente, incluido el autor de este artículo, piensa que el presidente estadounidense Barack Obama no tiene una política relativa a la Siria desgarrada por la guerra. Sin embargo, la falta de tal política es de hecho parte de una estrategia, en el sentido de que la ausencia de política no es un absurdo, sino un plan para reforzar el papel ruso e iraní en la región y llenar el vacío dejado por la retirada de EE.UU.
Durante cinco años, la administración Obama ha repetido que el presidente Bashar Al-Assad ha perdido la legitimidad. Sin embargo, no ha emprendido ninguna acción contra él en este sentido. Cuando estalló la revolución siria a principios de marzo de 2011, durante seis meses los civiles fueron asesinados en público de forma continua sin ninguna resistencia. Y cuando esta locura no fue detenida por ninguna acción internacional, comenzaron a desertar miembros de las Fuerzas Armadas Sirias para formar el Ejército Libre Sirio y defender a los civiles. A estas alturas de la crisis, no había grupos armados radicales, no había Al-Qaeda y claramente no existía Daesh, un hecho que muchos evitan mencionar incluso ahora.
En el periodo entre 2011 y 2013, Washington estaba buscando excusas para justificar su actitud negativa hacia la revolución siria, subrayando su intención de evitar una intervención militar en el país, aunque ningún sirio había pedido algo semejante. Lo único que pedían era que se permitiera el envío de armas para que pudieran defenderse de Assad y de sus aliados, o que se evitara que le llegara respaldo a Assad desde Irán, Irak, Hezbolá o Rusia, para que la lucha de “Assad vs. la Revolución” fuera limpia.
Sin embargo, Obama rechazó ambas posibilidades; también rechazó la constante petición de establecer una zona de seguridad. Además, su administración presionó a los aliados regionales de los rebeldes para que no les proporcionaran armamento avanzado, y en ocasiones detuvo envíos de armas destinadas al Ejército Libre Sirio. En 2012, Obama tuvo una oportunidad histórica de realizar un cambio significativo en Siria y en la región, cuando todos los miembros importantes de su Consejo de Seguridad Nacional (el secretario de defensa, el secretario de estado, el jefe de la CIA y el jefe de estado mayor conjunto) apoyaron una propuesta para armar a la oposición siria, pero una vez más rechazó la sugerencia de su propio Consejo de Seguridad Nacional.
Por si fuera poco, en aquel entonces la Casa Blanca recibió planes detallados de la CIA con 50 opciones para apartar a Assad del poder. El director de la CIA David Petraeus, así como otros altos cargos que respaldaban el plan, creían que con ello podría haberse evitado el surgimiento de Daesh, el empleo de armas químicas por parte de Assad, la crisis europea de los refugiados, y las decenas de miles de muertes civiles que han ocurrido desde entonces.
Resultó que el principal interés de Obama era apaciguar al régimen iraní de los mulás, en lugar de pensar en la libertad del pueblo sirio, en su revolución o en el establecimiento de un sistema democrático en el país. Y porque temía poner en peligro sus contactos secretos con el régimen iraní, evitó dar cualquier paso que pudiera irritar o provocar oposición de la parte iraní, como el apoyo a la oposición siria o el derrocamiento del aliado estratégico de Irán en la región, Bashar Al-Assad.
No fue una medida temporal. Fue la extensión de una política implementada con anterioridad. En 2009, la administración de EE.UU. ignoró la “Revolución Verde” de Irán por el bien de los contactos con el régimen de los mulás, una actitud que alentó al “Cuerpo de la Guardia Islámica Revolucionaria” (IRGC) de Irán a reprimir brutalmente a los miles que se manifestaban por la democracia y a poner fin a la revolución sin enfrentarse a ninguna consecuencia.
En 2010, la Casa Blanca alcanzó un entendimiento con Irán con respecto a Irak, que acabó por poner fin a la naciente democracia en el país. Así que en lugar de respetar la elección del pueblo de nombrar primer ministro a Iyad Allawi –un iraquí chií con amplio apoyo suní-, el acuerdo entre EE.UU. e Irán puso en el poder a Nuri Al-Maliki, uno de los peores dictadores de la historia de Irak, en términos de sus políticas sectarias, exclusivistas y divisivas que permitieron el auge de Daesh.
En 2011, el año en el que estalló la revolución siria, se produjeron encuentros secretos entre representantes iraníes y estadounidenses. En línea con esto, a pesar de que en 2012 se produjo el mayor flujo de militantes suníes enviados por el IRGC a Siria para apoyar a Assad, Obama no hizo nada. Además, decidió establecer negociaciones secretas con Irán en Amán en 2013.
Durante todo este periodo, Assad empleó todo tipo de armas contra el pueblo sirio. En agosto de 2013, desafió al mundo entero usando armas químicas contra civiles, cruzando las “líneas rojas” de Obama y dándole otra oportunidad de corregir sus errores estratégicos. Pero una vez más, en lugar de castigar a Assad y de derrocarle, Obama decidió llegar a un acuerdo químico con Rusia.
El senador John McCain, presidente del Comité de Servicios Armados (SASC), comentó acerca de la decisión de la Casa Blanca: “No solamente violó cualquier obligación moral de evitar atrocidades masivas y castigar el empleo de armas químicas, sino que además le dio luz verde a Assad para acelerar su guerra sectaria contra la oposición moderada. La inactividad del presidente destruyó la credibilidad de EE.UU. entre nuestros socios árabes en la región, que estaban dispuestos a apoyar una misión estadounidense, e hizo tambalearse la confianza de los aliados de América en todo el mundo”.
Un mes después de aquel ataque químico, Obama llamó por teléfono a Hassan Rouhani, presidente de la República Islámica de Irán –la primera llamada de estas características desde 1979-. Tras este avance, alcanzaron un acuerdo calificado de “histórico” a finales de 2013.
Como resultado de esto, a lo largo de 2014 Irán ha hecho realidad sus objetivos a largo plazo controlando otros países de Oriente Medio política y militarmente. Por ejemplo, decidieron el destino del presidente en Irak, derrocaron al presidente de Líbano, suspendieron a un presidente en Yemen y mantuvieron a Assad como presidente de Siria. En otras palabras, Irán controló todos estos países sin que hubiera ninguna reacción por parte de la administración estadounidense, en lo que parece ser un reconocimiento oficial de una esfera de influencia iraní legítima.
Tras satisfacer a Irán, EE.UU. se centró en darle a Rusia un mayor papel en Siria. El papel directo de Rusia en el país comenzó a tomar forma tras el acuerdo químico, y se hizo formal a principios de 2014, principalmente gracias al Acuerdo Ginebra-II relativo a Siria. Con el fin de justificar sus pasos previos, Washington comenzó a hablar de su disposición a apoyar a la oposición siria moderada. Pero esta decisión llegó demasiado tarde, porque sus políticas negativas ya le habían permitido a Assad crear el caldo de cultivo perfecto para el nacimiento y proliferación de grupos extremistas, en particular tras la masacre química. Obama empleó esta cuestión para defender su inactividad hacia Assad.
A finales de 2014, EE.UU. comenzó a apoyar al PYD, la facción siria del PKK, clasificado oficialmente como grupo terrorista. Además, EE.UU. retiró sus baterías de misiles de la frontera turca, allanando el camino para la intervención militar rusa en Siria, dándole luz verde y animándola, supuestamente en nombre de la “lucha contra el terrorismo”.
La política de EE.UU. ha desencadenado la furia de sus aliados en la región, como Turquía y Arabia Saudí, en tanto que ha dañado sus intereses en materia de seguridad nacional y ha reforzado a sus enemigos, por un lado, mientras que por el otro ha permitido la destrucción total de Siria, la matanza de cientos de miles de civiles y el desplazamiento de millones.
Ya que la Casa Blanca consideraba prioritaria la “lucha contra el terrorismo”, siguió con su insistencia de rechazar las diversas soluciones propuestas por los citados países, como el establecimiento de una zona de seguridad o el armamento de la oposición moderada con armas avanzadas, con el fin de presionar a Assad para abandonar el poder, o de crear las condiciones necesarias para su derrocamiento.
La administración Obama creía entonces que centrándose en la cuestión del terrorismo podría contener mejor el conflicto de intereses entre Rusia e Irán por un lado, y Turquía y Arabia Saudí por el otro, contando con que cuando todas las facciones estuviesen ocupadas en lo mismo, el problema de Assad podría ser sorteado y olvidado.
Pero lo que ocurrió fue precisamente lo contrario. Turquía y Arabia Saudí insistían continuamente en que sin la salida de Assad seguirían incrementándose el extremismo, el sectarismo, el terrorismo y el número de refugiados, la situación continuaría empeorando y no se obtendrían resultados serios en la lucha contra Daesh.
A mediados de 2015, los preparativos de Rusia para una intervención militar en Siria a favor de Assad coincidieron con la primera y la segunda reunión de Viena. Estos encuentros fueron empleados para dar legitimidad política a la intervención rusa en Siria, subrayando el hecho de que el objetivo era debilitar a la oposición siria moderada, poner fin a la revolución siria y reforzar al régimen de Assad.
En ese momento, la administración de EE.UU. destacó que Rusia haría presión sobre Assad, y que Irán emprendería una serie de pasos hacia la retirada, con el fin de sentar a todos a la mesa de negociación; pero el resultado fue el opuesto.
Durante las negociaciones de este año, Assad no fue obligado ni siquiera a cumplir con la ley internacional y con la Resolución Nº 2254 del Consejo de Seguridad de la ONU contra los ataques deliberados y sistemáticos contra civiles e infraestructuras civiles con bombas de barril y misiles, el uso del hambre contra población civil y la liberación de miles de detenidos arrestados de forma arbitraria.
A inicios de marzo de 2016, en una entrevista con la revista The Atlantic, Obama dijo que estaba “muy orgulloso” de no haber atacado a Assad tras la masacre con armas químicas. Además, a finales de marzo, su administración acordó posponer la discusión sobre el futuro de Assad en las próximas negociaciones.
En conclusión, podemos observar claramente cómo la Casa Blanca ha cambiado su retórica con respecto a Siria. De “Assad tiene que marcharse” en 2011 a “Assad no puede desaparecer de repente” y, más tarde, “No nos importa si Assad se queda un rato más”. Hasta la situación actual en la que la decisión es “Son los sirios los que tienen que marcharse, y no Assad”.
El escritor es experto en asuntos internacionales y asesor político.