En la lucha por el equilibrio de poder entre Arabia Saudí e Irán, Egipto ha perdido su identidad política, así como casi todo lo demás en lo que se basaba y sostenía su antiguo papel destacado en Oriente Medio. A día de hoy, las dos instituciones más importantes a la hora de garantizar la libertad y la justicia en un país –los tribunales y los medios de comunicación- son las que están más comprometidas en Egipto.
Cuando el general Abdel Fattah Al-Sisi derrocó al primer presidente egipcio elegido democráticamente, Mohamed Morsi a través de un golpe de estado en 2013, los medios estaban exultantes. Denigrando todo lo que había hecho Morsi, algunos periodistas, con una ignorancia increíble, olvidaron su experiencia pasada con las dictaduras militares. Inmediatamente, se construyó en torno a Sisi la imagen del “salvador nacional”, haciéndole mayor de lo que es en realidad. Una campaña mediática llena prejuicios legitimó el golpe del dictador militar; la revolución egipcia pasó a la historia.
Es patrimonio de los egipcios el vivir una vida indigna bajo brutales regímenes dictatoriales. En la euforia tras el golpe contra los Hermanos Musulmanes, los medios egipcios olvidaron la libertad de la que gozaban bajo ese gobierno. Para Sisi, aquello fue una bendición. Reconoció el papel que desempeñaban los medios en “la mejora de la sociedad”. Efectivamente hubo una mejora; no para la sociedad, sin embargo, sino para Abdel Fattah Al-Sisi.
Pero ese periodo no duró mucho, ni para Sisi ni para los medios. La primera mancha sobre su imagen pulida cuidadosamente llegó durante las elecciones presidenciales. El sentimiento revolucionario se había aquietado y los egipcios se dieron cuenta de que su presidente ya había sido elegido y de que los comicios no eran más que un proceso enfocado a nombrar líder al dictador. No existía ninguna posibilidad real de elección; aquellos líderes con quienes la mayor parte de la sociedad compartía ideas políticas fueron encerrados entre rejas. Ni siquiera para los liberales que se oponían vehementemente a las políticas de la Hermandad había muchas opciones en las papeletas. Además, aparte de ser unas elecciones para los egipcios, lo eran también para la “extensión colonial” de Arabia Saudí, en un intento de recompensar el equilibrio de poder en la región. La mayoría de los egipcios no fueron a votar, de modo que Sisi extendió a cuatro las jornadas en las que se podía acudir a las urnas para lograr una mayor participación. Incluso después de cuatro días, sólo un vergonzante 40% del censo acudió a introducir su papeleta. En lugar de profundizar en los motivos por los que la gente no acudió a votar, los medios de comunicación egipcios celebraron la victoria del dictador militar.
La revolución es un símbolo de esperanza; se supone que transforma un país en un lugar mejor, donde las libertades y la seguridad socio-económica están aseguradas. ¿Por qué si no iba a la gente a derramar su sangre por la causa? Si analizamos la revuelta egipcia –que algunos aún llaman revolución-, emerge la pantalla de humo de la desesperación total. Egipto se encuentra en la categoría de aquellos países del mundo que se han deteriorado política y económicamente tras una revolución. La policía mató a gente antes y durante la revuelta; de hecho, la policía egipcia mató a cientos de manifestantes pacíficos, principalmente seguidores de la Hermandad, después del golpe de 2013. Ahora que Sisi está al cargo, la gente sigue muriendo y las protestas siguen siendo ahogadas.
Los informes del Centro El-Nadeem de Rehabilitación de Víctimas de la Violencia detallan 272 casos de “muertes extrajudiciales”, 289 casos de tortura, 119 casos de desapariciones forzadas e innumerables daños físicos debido al despiadado uso de la fuerza por parte de la policía, todo ello durante el primer año de mandato de Sisi. Docenas de estudiantes vinculados a la Hermandad han sido expulsados de sus universidades; los extranjeros se sienten más inseguros que nunca, particularmente tras el asesinato institucional del estudiante italiano Giulio Regeni.
Si hubiera que mencionar algo bueno que pasó en Egipto durante el año que la Hermandad tuvo la presidencia, diríamos probablemente que, por lo menos, se detuvo la brutalidad policial. Se terminó con la capacidad de los agentes de actuar con impunidad. Los egipcios eran libres de expresar su desacuerdo político con la Hermandad; los prisioneros políticos fueron liberados sin condiciones. Puede que el movimiento no fuera capaz de ofrecer mucha prosperidad económica al pueblo, pero, por primera vez en su historia, Egipto experimentó algo llamado dignidad.
Otra tragedia de la revuelta egipcia fue el papel que desempeñaron los liberales, parte vehemente de la campaña contra la Hermandad. Aseguraban con frecuencia que el movimiento no les proporcionaba la libertad a la que aspiraban. Argumentaban anticipando cosas que nunca llegaron a ocurrir: “La Hermandad se ha hecho con el control de Egipto y ya no habrá libertades, las mujeres serán privadas de sus derechos, Egipto se convertirá en una dictadura islámica,” eran coletillas comunes. Nada de esto ocurrió. Durante el tiempo que Mohamed Morsi fue presidente, los secularistas disfrutaron de la máxima libertad para expresar sus discrepancias. Ahora, bajo la dictadura militar, están encarcelados docenas de “demócratas liberales seculares”, activistas por los derechos humanos y miembros de la sociedad civil.
En la actualidad Egipto es un lugar mucho más asfixiante de lo que jamás hubiera sido bajo un gobierno civil democráticamente elegido. ¿Qué ha pasado con esos moralistas seculares, intelectuales y liberales? ¿Dónde están los “activistas por la libertad”? ¿Por qué no se escucha en ninguna parte una palabra de desacuerdo contra las políticas represivas del régimen? Cuando un inocente vendedor de té fue asesinado despiadadamente por la policía la semana pasada, ¿por qué ninguna manifestación exigió justicia para la víctima? Las manifestaciones, por supuesto, tienen lugar en los sitios que permiten la disidencia. A día de hoy en Egipto, manifestarse contra la policía constituye una invitación a la muerte o al encarcelamiento; con frecuencia a ambos.
En un país como Egipto, la grandeza de un gobierno debería ser valorada en términos de la tolerancia que demuestra, del espacio que da a la crítica. Sin embargo, cuando los medios no diferencian entre las buenas y las malas cualidades de un líder, y cuando evitan subrayar conductas que están dañando a la sociedad, la humillación tiende a convertirse en norma. Los medios de comunicación egipcios son culpables, puesto que ignoran las dificultades de quienes están sufriendo. Egipto vuelve a estar donde estaba durante la era Mubarak. Para que las cosas cambien de nuevo, hace falta una nueva revuelta, pero, dado lo impredecible que es la sociedad egipcia, el precio probablemente será demasiado alto para ser pagado.