Dr. Philip Leech
La relación entre la única hiperpotencia mundial, EE.UU., y la más importante superpotencia energética –el reino de Arabia Saudí- está cambiando. ¿Por qué está ocurriendo esto y qué significa? Hay una serie de factores específicos que pueden tener relevancia a la hora de dar forma al futuro de una de las alianzas internacionales más importantes del mundo.
Con las elecciones presidenciales de noviembre en el horizonte, su resultado puede tener un impacto en la relación entre EE.UU. y Arabia Saudí. Las relaciones personales entre el comandante en jefe, el rey, y los miembros del círculo interno de cada gobierno son, por supuesto, parte importante de la política exterior de cada estado.
Un buen ejemplo lo da la desproporcionada influencia que tenía el embajador saudí en Washington durante la presidencia de George W. Bush. El príncipe Bandar Bin Sultan –conocido como “Bandar Bush” por su relación con la dinastía americana- tuvo un papel muy influente a la hora de dar forma al sendero que condujo a América hacia la guerra de Irak en 2003.
De los dos candidatos que van en cabeza para convertirse en presidentes de EE.UU., la antigua secretaria de estado Hillary Clinton es la que más continuidad puede ofrecer a la relación. A fin de cuentas, sus fuertes lazos con el régimen saudí no se limitan a sus cargos formales, sino que quedan también demostrados a través de las donaciones a la fundación Clinton.
El impacto que podría tener un “presidente Donald Trump” –que tiene ahora virtualmente asegurada la candidatura republicana- está menos claro. Su racismo generalizado y su hostilidad particular para con los musulmanes serían con seguridad un impedimento para unas relaciones amistosas con la monarquía saudí, que se considera guardiana hereditaria de las Dos Mezquitas Sagradas y, por lo tanto, líder simbólica de los mil millones de seguidores que tiene el islam a nivel mundial. Además, ha tachado de injusta, explícitamente, la relación actual de América con Arabia Saudí. “No nos están pagando un precio justo. Nos estamos quedando sin camisa”.
Sin embargo, dado que hasta ahora las declaraciones de Trump sobre política exterior han sido sobre todo “una farsa de consentimiento populista como estrategia” y que, a no ser que ocurra algo muy dramático, parece virtualmente imposible que Trump ocupe la Casa Blanca, es difícil evaluar el impacto que tendría una presidencia de Trump en la relación con los saudíes, y probablemente carezca de objetivo hacer conjeturas sobre ello.
Quizá el factor que ha tenido el impacto más negativo sobre las relaciones que analizamos, durante la presidencia de Barack Obama, haya sido el denominado acuerdo nuclear iraní, firmado el año pasado. En tanto que gran parte de la cobertura mediática se centró en la oposición israelí al acuerdo, por lo menos la misma hostilidad emanaba de Riad, donde Irán es considerado un rival regional. Para Arabia Saudí, el acuerdo era problemático porque ofreció a Teherán una forma de desembarazarse de las condiciones de contención que se le habían impuesto tras la Revolución Islámica de 1979 (que se volvieron mucho más estrictas en la década de los 2000).
Según la narrativa saudí, Irán representa una amenaza a su status quo, en particular debido a su influencia en las comunidades chiíes, tanto en el propio reino como en los estados vecinos. Entorno a estos vectores, Arabia Saudí identifica a la influencia iraní como causa de los problemas de Yemen, Bahréin y su propia e inquieta Provincia Oriental.
Además, aunque la monarquía del Golfo ha recibido un apoyo significativo de EE.UU. en asuntos como la actual guerra de Yemen, contempla el potencial de un deshielo en las relaciones EE.UU.-Irán como una amenaza estratégica. Irán es, después de todo, un rival importante en términos de producción de petróleo e –incluso bajo el actual régimen democrático- puede reclamar de forma razonable la posesión de un patrimonio más democrático que Arabia Saudí, lo que a largo plazo lo aproximaría potencialmente a EE.UU. en materia cultural.
Incluso en sus mejores momentos, el mercado energético es un lugar turbulento. Los hidrocarburos (el petróleo y el gas) son la fuente de la vasta riqueza saudí; a pesar de tratarse de un descubrimiento relativamente reciente, el impacto de su uso ha supuesto una transformación de la civilización humana. Sin embargo, a pesar de ser inmensamente versátiles, los hidrocarburos son también extremadamente dañinos para el medio ambiente, así como finitos.
Son estos dos factores los que influyen en la reciente aceleración de la búsqueda para diversificar fuentes de producción de energía. En particular, se ha producido un incremento significativo (aunque no lo suficientemente significativo para el clima) en el consumo energético de fuentes renovables durante la última década y media, una tendencia que está previsto que se prolongue.
No obstante, la amenaza más inmediata a los intereses saudíes ha sido la diversificación de los modos de obtener combustibles fósiles. El petróleo producido por las nuevas tecnologías como el fracking ha cambiado ya de forma notoria la naturaleza del mercado energético mundial, y podría volver a Norteamérica energéticamente independiente para 2020.
En este contexto, la producción de petróleo saudí no quedaría sin valor de un momento a otro –aún es el principal productor de energía del planeta-, pero implicaría que el reino ya no podría ocupar el papel de eje del mercado mundial.
Por otro lado, el devenir de los desastrosos conflictos de Siria y de Yemen también tendrá obviamente un importante impacto en la naturaleza de la relación EE.UU. – Arabia Saudí. Aunque, como hemos dicho ya, aparentemente siguen una estrategia conjunta en Yemen, existe una mayor posibilidad de fricción cuanto más se prolongue el conflicto, en particular porque los intereses estadounidenses se ven sometidos a más presión.
A pesar de todo, es en Siria donde se contempla la tensión más obvia entre Washington y Riad. La aparente disposición de EE.UU. a dejar hacer al régimen de Assad ha enfurecido a los saudíes, que, por el otro lado, han sido acusados de boicotear los intentos de negociación y de prepararse para incrementar su propia implicación militar en el conflicto.
En conjunto, es poco probable que se pueda llegar a ningún acuerdo final con la connivencia, por lo menos tácita, de Irán y Rusia. Para la monarquía del Golfo, siga o no en el poder el propio Assad, eso equivaldría a garantizar la continuidad de un régimen con el que ha librado conflictos por delegación durante décadas.
Hemos mencionado una serie de acciones del gobierno saudí que sugieren que es posible que el reino esté tratando de emprender un rumbo diferente, con mayor énfasis en la independencia de EE.UU. Éste incluiría el potencial de seguir su propia agenda en Siria, ejercer más presión en la guerra de Yemen –incluso si con ello resulta menos digestible para EE.UU.- y buscar una mayor estabilidad doméstica a través de la diversificación energética, la privatización parcial del gigante del petróleo Aramco y la inversión en una industria armamentística propia.
Sin embargo, otro aspecto interesante que está desempeñando un papel desde hace poco es el movimiento del reino de consolidar su relación con Egipto e –indirectamente- desplazarse hacia la normalización de relaciones con Israel. Estos pasos potencialmente muy significativos han recorrido un camino enrevesado, a través del acuerdo de límites marítimos y las, por lo demás, poco significativas islas del Mar Rojo de Tiran y Sanafir.
En este acuerdo, el dictador egipcio Abdel Fattah Al-Sisi –cuyo golpe militar de 2013 contra los Hermanos Musulmanes fue respaldado por Riad- ha cedido las dos islas al reino tras una visita del Rey Salman al Cairo. Uno de los frutos del acuerdo es que hará posible la construcción de un puente a través del Mar Rojo, conectando ambos países.
Otro resultado, mucho más significativo a largo plazo, es que no sólo Israel fue informado de la transferencia de las islas por parte de Egipto, sino también que, como parte del trato, los saudíes estipularon que respetarían los términos del acuerdo de paz entre Egipto e Israel en 1979. Aunque Israel también está pasando en estos momentos una crisis con la administración Obama, los gobiernos de Tel Aviv y Riad se están acercando, según los rumores, a puerta cerrada; éste es el paso más importante y público en el camino hacia la formalización de la relación.
No ha pasado tanto tiempo de que Washington se alarmara aparentemente ante la perspectiva de un potencial colapso del régimen en la monarquía de Arabia Saudí. En efecto, se trata de tiempos turbulentos, y existen numerosas razones por las que el control de la familia real sobre el reino pudiera ser menos estable de lo que aparenta. Sin embargo, si a los americanos realmente les preocupa “perder Arabia Saudí”, puede que la razón sea algo menos dramática.