En el 68 aniversario de la Nakba (catástrofe), cuando el estado sionista de Israel fue creado en tierra palestina, merece la pena reflexionar sobre la propaganda que el mundo se ha estado tragando desde entonces. Puede decirse que la más penetrante es la afirmación continua de que Israel únicamente “responde” al “terrorismo” palestino cada vez que envía tanques, cazas y drones a la franja de Gaza, o que manda tropas a Cisjordania y a Jerusalén Este para destruir hogares y vidas palestinos.
Dejemos por un momento de lado el hecho de que los palestinos tienen el derecho legal –algunos dirían incluso la obligación- de resistir contra la brutal ocupación militar de sus tierras con todos los medios a su disposición. Su legítima resistencia no es ni “terrorismo” ni violencia irracional; tiene un objetivo y un propósito claro: la liberación de Palestina. Éste es un hecho que es ignorado tanto por los medios de comunicación como por los políticos cuando respaldan las ofensivas de Israel contra civiles palestinos con la excusa de que Israel “tiene derecho a protegerse”. Efectivamente, lo tiene en caso de ser atacado por un estado beligerante, pero no, por ley, cuando se trata de defenderse de la gente que vive bajo su ocupación militar. Las declaraciones de los políticos occidentales apartan de un plumazo los derechos legales de los palestinos, dejando en evidencia su descarado apoyo al sionismo.
El análisis de cómo las ofensivas de Israel han sido lanzadas contra el pueblo de Gaza durante los últimos años demuestra que el estado sionista es la causa primera de la violencia, a través de su cruel ocupación en la Cisjordania ocupada y del bloqueo que sufre la Franja; de hecho, las que han sido sus políticas antes, durante y después de la Nakba. Los cohetes lanzados desde esos territorios y otros actos de resistencia han de ser analizados en ese contexto si se quiere tratar de descifrar verdaderamente la realidad de la situación. Lo mismo ha de aplicarse a las tres principales revueltas palestinas, en 1987-1991, 2000-2005 y desde el 2015 hasta el presente. Todas ellas se produjeron en respuesta a la opresión y a la ocupación israelíes, y no consisten en la simplista “violencia contra los israelíes”, como afirman algunos.
Cuando la “Declaración de Independencia” de Israel fue leída por David Ben-Gurion en 1948, según insiste la narrativa pro-Israel, los “ejércitos árabes” inmediatamente invadieron el estado naciente para estrangularlo en el momento de nacer, ignorando de manera muy conveniente que había un acuerdo entre los sionistas y el rey Abdulá de Jordania (abuelo del actual monarca), que también tenía puestos los ojos en territorio palestino. No se menciona el contexto de las limpiezas étnicas y masacres cometidas como parte de las “tácticas de terror judías” (La guerra de guerrillas, Robin Corbett, 1986) en el periodo previo a mayo de 1948. Tampoco se habla de los crecientes niveles de inmigración judía a la Palestina del Mandato Británico, durante las décadas de 1920 y 1930, ni la presión ejercida por los lobbies sionistas que logró que el gobierno británico en 1917 emitiera la infame Declaración Balfour, cuando el Reino Unido no tenía ningún derecho a prometer la entrega de Palestina, o de algunas de sus partes, “al pueblo judío”. En resumen, la narrativa, que ha sido difundida por los políticos y los medios de comunicación pro-israelíes en Occidente durante décadas, fue y sigue siendo que Israel –“la única democracia en Oriente Medio”- está constantemente siendo atacado por “los árabes”, y por ello ha de ser apoyado con asistencia militar, política y económica. El contexto lo es todo, y en esta narrativa está ausente, así como el hecho de que Israel tiene armas nucleares y, posiblemente, químicas.
Si las reivindicaciones de Israel de que su legitimidad procede o bien de Balfour (que menciona un “hogar nacional” y no un estado) o del Plan de Partición de la ONU de 1947 (aprobado sin consultar a los habitantes originales de Palestina) tienen un ápice de sinceridad, entonces su gobierno debería retirarse de nuevo a las tierras que le corresponden según el plan de la ONU y dejar Jerusalén bajo control internacional; poner fin a la ocupación de Cisjordania y Jerusalén, así como de la Franja de Gaza, y del 25% de lo que ahora es parte de Israel. Esto nunca va a ocurrir, por supuesto, y el simple motivo es que el objetivo del sionismo es establecer el “Gran Israel”, desde el mar hasta el Río Jordán, por lo menos. Joseph Weitz, el líder del Fondo Nacional Judío (que compraba tierras en Palestina para construir asentamientos judíos) lo describía en 1940 como “Israel occidental”. Algunos argumentan que llega incluso más lejos (como dejaba entrever Weitz), para incluir incluso el sur del Líbano (ocupado por Israel entre 1982 y 200), la Península del Sinaí (ocupada de 1967 a 1982, y Taba hasta 1989), más allá del Éufrates y hacia el sur hacia lo que es ahora Arabia Saudí. Israel sigue siendo a día de hoy el único estado miembro de las Naciones Unidas que nunca ha declarado cuáles son sus fronteras.
Todo esto es coherente con lo que han expresado a lo largo de los años las figuras sionistas más relevantes. Ben-Gurion por ejemplo escribió en 1954: “Mantener el statu quo no será suficiente. Tenemos que crear un estado dinámico, basado en la creación y la reforma, la construcción y la expansión (Renacimiento y Destino de Israel, 1954).
Un año después, el exprimer ministro Menachim Begin, con una orden de detención en Reino Unido hasta el día de su muerte por su papel en las masacres del grupo terrorista sionista Irgun en la década de los 40, afirmó ante la Knesset (el parlamento israelí): “Creo firmemente en la necesidad de comenzar una guerra preventiva contra los estados árabes, sin dudarlo más. Con ello alcanzaremos dos objetivos: el primero, la aniquilación del poder árabe, y segundo, la expansión de nuestro territorio”.
La “guerra preventiva” de Begin comenzó en 1956, con el asalto franco-británico-israelí al Canal de Suez, y de nuevo en 1967 cuando, al contrario de lo que sostiene la narrativa pro-israelí, Israel atacó y destruyó la fuerza aérea egipcia en un ataque preventivo, desencadenando la Guerra de los Seis Días. El exministro Mordechai Ben-Tov denunció la afirmación de que en el periodo previo a la Guerra la existencia de Israel “pendía de un hilo”. “La historia entera del peligro de exterminación fue inventada, con cada uno de sus detalles, y exagerada a posteriori, para justificar la anexión de nuevos territorios árabes”. Además, Maariv citó, también en 1972 al general Ezer Weizmann, quien sostenía que “Nunca existió el peligro de la exterminación [antes de la Guerra de los Seis Días en 1967]”.
En 1972 Yitzhak Rabin, general y por entonces primer ministro de Israel, que en 1995 sería asesinado por un fanático sionista, declaró al diario francés Le Monde: “No creo que Nasser [el presidente egipcio] quisiera la guerra. Las dos divisiones que envió al Sinaí el 14 de mayo [de 1967] no habrían sido sufiente para desencadenar una ofensiva contra Israel. Él lo sabía y nosotros lo sabíamos”.
Numerosos políticos israelíes han expresado a lo largo de los años sus intenciones con respecto al territorio palestino, y sobre qué habría que hacer con los palestinos. Antes de ser primer ministro, el viceministro de exteriores Benjamin Netanyahu afirmó en 1989 ante los estudiantes de la Universidad Bar Ilan: “Israel debería haber explotado la represión de las manifestaciones en China [la plaza Tiananmen], cuando el mundo estaba concentrado en ese país, para expulsar en masa a los árabes de los territorios [de la Palestina ocupada]”.
Según dijo Ariel Sharon en 1998, “Es el deber de los líderes israelíes explicar a la opinión pública, claramente y con coraje, un cierto número de hechos que son olvidados con el tiempo. El primero de estos hechos es que no hay sionismo, colonización ni estado judío, sin la expulsión de los árabes y la expropiación de sus tierras”.
Con esto en mente, merece la pena recordar que Israel ha borrado del mapa más de 500 pueblos y ciudades palestinas desde 1948, en un intento deliberado de destruir cualquier prueba de que Palestina fue alguna vez un país árabe. “En lugar de los poblados árabes se construyeron poblados judíos,” dijo el antiguo general Moshe Dayan a Haaretz en abril de 1969. “Ni siquiera conoces los nombres de esos pueblos árabes, y no te culpo, porque ya no existen los libros de geografía. No sólo que no existen los libros, sino que los pueblos árabes tampoco aparecen ahí. Nahlal fue construido en donde estaba Mahlul; Kibbutz Gvaz donde estaba Jipta; Kibbutz Sarit en el lugar de Huneifis; y Kefar Yehushua en lugar de Tal al-Shuman. No hay ni una sola localidad construida en este país que no tuviera antes población árabe”. (Citado por Edward Said en Sionismo desde el Punto de Vista de las Víctimas, Social Text, Volumen I, 1979).
Debería ser obvio, por lo tanto, que Israel no “responde” a la violencia palestina, sino que los palestinos se están defendiendo de la amenaza existencial que supone el estado de Israel y su política expansionista. La limpieza étnica que comenzó antes de la creación del estado sionista en 1948 ha continuado durante 68 años, y no muestra signos de desaparecer.
Ésta es la lección que hemos de aprender de la Nakba: todo lo que hace Israel forma parte de un plan bien pensado; no tiende a las “respuestas” espontáneas contra la resistencia palestina, sino que se le da muy bien ser el agresor y culpar a la víctima. Nosotros –y los palestinos- solemos olvidar eso por nuestra cuenta y riesgo.