La leyenda del boxeo Mohammed Ali ha muerto. Conocido universalmente como “el más Grande”, su pérdida es notoria para millones de personas, con fe o sin ella, por todo el mundo, pero los palestinos se contarán entre aquellos que más le llorarán, puesto que a sus ojos fue el mayor luchador contra el sionismo.
Para mostrar su solidaridad con su lucha, visitó campos de refugiados palestinos en el sur del Líbano. “En mi nombre y en el de todos los musulmanes de América,” dijo en una conferencia de prensa tras retirarse del ring en 1974, “declaro mi apoyo a la lucha palestina para liberar su patria y expulsar a los invasores sionistas.”
La figura más conocida del deporte a nivel mundial incluso visitó el estado sionista en 1985 para exigir la liberación de unos 700 musulmanes libaneses detenidos en el famoso Campo de Detención Atlit durante la ocupación ilegal del Líbano por parte de Israel. Los israelíes no quisieron entrar en esta pelea, y los políticos de Tel Aviv se negaron a reunirse con el icono, que quería discutir la liberación de sus “hermanos musulmanes”.
Ali admitió en una ocasión que no leía libros, pero que contaba con la inteligencia suficiente para distinguir entre la ideología política del sionismo, fundada en 1897, y la gran fe del judaísmo. Esto lo ilustró durante una visita a la India en 1980, donde fue a promover la campaña de boicot a los Juegos Olímpicos de Moscú después de que Afganistán hubiera sido invadido por los rusos. “La religión no es mala,” contestó cuando le preguntaron por la religión. “Es la gente la que es mala. Como sabéis, toda la estructura de poder es sionista. Controlan América, controlan el mundo. Están en contra de la religión islámica. Así que cada vez que un musulmán hace algo malo, le echan la culpa a la religión”.
Howard Cohen, más conocido como el famoso comentarista deportivo americano Howard Cosell, y la superestrella del deporte solían lanzarse pullas jocosas. A diferencia de muchos periodistas, comenzó a llamar a Ali por su nombre islámico de inmediato, después de que le anunciara al mundo que ya no quería ser conocido por su “nombre de esclavo” Cassius Clay.
En 1996, Ali apareció por sorpresa para encender la llama al inicio de los Juegos Olímpicos de Atlanta. “Mi madre era baptista,” dijo. “Ella creía que Jesús era el hijo de Dios, y yo no creo eso. Pero aunque mi madre tenía una religión diferente de la mía, creo que, el Día del Juicio, mi madre estará en el cielo. Hay gente judía que lleva una buena vida. Cuando mueran, creo que irán al cielo. No importa a qué religión perteneces, si eres una buena persona recibirás la bendición de Dios. Musulmanes, cristianos y judíos, todos sirven al mismo Dios. Sólo que le servimos de diferentes maneras. Cualquiera que crea en un solo Dios debería también creer que todo el mundo es parte de una misma familia. Dios nos creó a todos. Y todos tenemos que llevarnos bien los unos con los otros.” Éste era un mensaje que repetía con frecuencia.
A las pocas horas de enterarse del fallecimiento, la organización de derechos humanos y de solidaridad con Palestina BDS Sudáfrica se unió al luto publicando un comunicado a través de Kwara Kekana. “Ali,” manifestó, “es una inspiración para todos aquellos que luchamos por la justicia –ya sea en la lucha contra la injusticia racial, la explotación económica o el apartheid israelí-“.
El musulmán más famoso del mundo del s. XX no sólo arreaba golpes de knockout en el ring, sino que era igual de invencible persiguiendo las injusticias donde quiera que fuera, empleando su lengua afilada y su ingenio para exponer la hipocresía y los dobles raseros. A pocos sorprende que se convirtiera en símbolo de la liberación negra durante los 60, cuando se negó a ser reclutado por el ejército estadounidense por motivos religiosos. “Yo no tengo ningún problema con los Viet Cong,” aseguró Ali en unas famosas declaraciones. “Ningún vietnamita me ha llamado nunca negro”.
Tampoco tenía paciencia con los islamófobos, y tras los horribles atentados del 11-S los periodistas le preguntaron que qué sentía al compartir la misma fe que los secuestradores musulmanes. Rápido como una centella, respondió a los representantes de los medios, mayoritariamente blancos, “¿Y qué sentís porque Hitler compartiera la vuestra?”.
Mis recuerdos personales de Muhammad Ali, aparte de las imágenes distorsionadas en blanco y negro de sus peleas en nuestra vieja televisión, se basan en la visita de cuatro días que hizo de mi Noreste nativo en 1977.
“Louisiana Lip”, como era conocido con cariño, fue a la pequeña ciudad costera de South Shields para recaudar fondos para un club de chicos, por sugerencia de la leyenda local del boxeo Johnny Walker. Se produjeron escenas caóticas cuando miles de personas aparecieron en el aeropuerto de Newcastle para ver a Ali; todo fue en vano, porque había perdido su avión desde Londres.
Pero no importaba. Unos días más tarde, incluso más fans abarrotaron las calles de Jarrow y de South Shields para ver pasar a Ali en un autobús descubierto de camino a que su matrimonio fuera bendecido en la mezquita del lugar, que da servicio a una amplia comunidad yemení.
Los musulmanes le recibieron como a un hijo largo tiempo perdido. Unos días antes, la región había sido visitada por la Reina como parte de la celebración de su jubileo de plata, pero en términos de masas y de entusiasmo la aparición del campeón del mundo de pesos pesados se llevó la palma.
No cabe duda de que hemos perdido a un gigante, del tipo del que es poco probable que los volvamos a ver. Los palestinos, entretanto, han perdido a uno de sus mayores defensores.