Durante la invasión y la guerra de Irak, durante el periodo subsiguiente y las protestas contra el gobierno establecido por EE.UU., Faluya y sus habitantes han pagado un elevado precio. En tanto que el gobierno iraquí y las milicias aliadas supuestamente combaten contra Daesh por el control de la ciudad, ambas partes se han cruzado acusaciones de torturas y asesinatos. Aunque muchos esperan la “liberación” de Faluya, ¿a qué precio se producirá esta vez?
En 2004, los cuerpos de cuatro contratistas de seguridad estadounidenses (el eufemismo moderno para decir “mercenarios”) que aparecieron colgados de un puente desencadenaron una serie de eventos que llevaron a Faluya a la situación en la que está hoy. Durante la guerra, fue un bastión de la resistencia contra las fuerzas estadounidenses y, en respuesta al asesinato de aquellos cuatro hombres, el brigadier general Mark Kimmitt, vicedirector de operaciones del ejército estadounidense en Irak, prometió: “Vamos a pacificar la ciudad”. Para Kimmitt, “pacificar” significaba el sitio, el derramamiento de sangre y la destrucción de la ciudad a través de las dos subsiguientes Batallas de Faluya. Cuando el Consejo de Gobierno iraquí nombrado por EE.UU. exigió el fin del castigo colectivo al pueblo iraquí, se referían a Faluya.
Incluso los soldados estadounidenses quedaron impactados ante la falta de preocupación por las vidas de los civiles, según el veterano corresponsal de guerra Patrick Cockburn, que dijo que “los comandantes estadounidenses en gran medida trataron Faluya como una zona militar sin restricciones en el uso de armamento para intentar reducir el número de bajas entre sus propias tropas”. ¿A qué condujo esto? En 2004, cuando escribía sobre la batalla por la ciudad, Cockburn dijo: “El resultado ha sido que Faluya se ha convertido en un símbolo nacionalista y religioso para todos los iraquíes. Por primera vez, la resistencia armada se está volviendo verdaderamente popular en Bagdad”.
Para la población suní de Irak, el derrocamiento del régimen de Saddam Hussein representó el fin de sus privilegios en la cumbre del sistema clientelar del estado. Bajo Saddam, un líder suní que presidía sobre una población mayoritariamente chií, sus hijos habían entrado al ejército o a la policía. En el controvertido proceso de “des-baazificación” que siguió, fueron expulsados de sus puestos en masa. Ésta fue una de la serie de medidas aplicadas bajo la Autoridad Provisional de Coalición, el gobierno de transición iraquí tras la invasión del país dirigido por el alto cargo diplomático estadounidense Paul Bremer. Estas medidas, en palabras de un veterano estadounidense, empujaron a los residentes de Faluya a los “brazos de Al-Qaeda” (por lo menos hasta la formación del Despertar de Anbar, cuando la población suní local rechazó al grupo).
La lista de coalición que salió vencedora de las elecciones de 2005 fue la Alianza Iraquí Unida (AIU), una agrupación suní de carácter amplio. Aunque las elecciones fueron celebradas como un símbolo de la llegada de la democracia a Irak, y George Bus las llamó “uno de los eventos más importantes en la historia de Oriente Medio”, en las provincias suníes la participación fue baja. Sólo un 2% acudió a votar en la provincia de Anbar, de la que es parte Faluya.
Bajo el mandato de Nouri Al-Maliki, se persiguió deliberadamente una política de explotar las divisiones sectarias en Irak en favor de la población chií, divisiones que acabaron por estallar a través de un conflicto brutal en el que “cada mañana deja una cosecha terrible de cadáveres”. Esta política fue tan dañina que el oficial estadounidense que sirvió durante más tiempo en Irak de forma continua, confidente de Al-Maliki durante más de una década, le advirtió que, si permanecía en el poder, crearía un “gobierno divisivo, despótico y sectario que acabaría desgarrando el país en pedazos”.
En 2012, la gente comenzó a manifestarse contra el gobierno, y Faluya se convirtió en el epicentro de las protestas suníes. Cuando Al-Maliki ordenó la detención de diez guardaespaldas que trabajaban para el ministro de finanzas suní Rafi Al-Essawi, inflamó aún más la indignación ante la marginalización de la población suní en la vida política. No pasó mucho tiempo antes de que Human Rights Watch pidiera investigar los disparos contra manifestantes desarmados en Faluya.
A principios de 2014, Daesh se había hecho con el control de Faluya y las cosas fueron de mal en peor para los habitantes de la ciudad. Tras reconquistar Ramadi, en la provincia de Anbar, a finales de diciembre de 2015, las fuerzas del gobierno cortaron las rutas de suministro a Faluya. A finales de marzo, fuentes médicas de la ciudad informaron a Human Rights Watch de que al hospital estaban llegando todos los días niños desnutridos. El 23 de mayo, una ofensiva a gran escala para retomar la ciudad de Daesh fue lanzada por las tropas del gobierno iraquí, con la ayuda de las Fuerzas de Movilización Populares respaldadas por Irán, un grupo de milicias predominantemente chií. “La gente de Faluya está sitiada por el gobierno, atrapada por ISIS y muriéndose de hambre," advirtió Joe Stork, vicedirector para Oriente Medio de HRW. Diversos informes de grupos de derechos humanos describen incidentes de hombres y adolescentes torturados o maltratados por las milicias respaldas por el gobierno cuando tratan de huir de Daesh, que dispara a quienes intentan escapar.
Entretanto, Qasem Soleimani, el comandante de una unidad de élite de la Guardia Revolucionaria Iraní, ha sido enviado a supervisar la batalla de Faluya. Combinado con el empleo de las Fuerzas de Movilización Popular, el periodista Jared Malsin ha subrayado los temores de que el envío de milicias chiíes a la Faluya suní sea “una receta para la violencia sectaria”. Todo esto podría cosechar apoyo para Daesh por miedo a lo que pueda ocurrir a los residentes suníes de Faluya. Aunque la reconquista de Faluya pueda ser un éxito para el ejército iraquí a corto plazo, la manera en la que se está llevando a cabo arriesga sembrar más semillas de violencia sectaria para las próximas décadas.