Comunidades enteras de Cisjordania no tienen acceso al agua, o su suministro ha sido reducido casi a la mitad.
Estos preocupantes acontecimientos se han estado desarrollando en las últimas semanas, desde que la compañía nacional de agua israelí, “Mekorot”, decidió cortar –o reducir de forma significativa- el suministro de agua a Yenín, Salfit y muchos pueblos cerca de Nablus, entre otras zonas.
Israel está librando una “guerra del agua” contra los palestinos, según el primer ministro de la Autoridad Palestina, Rami Hamdallah. La ironía consiste en que el agua suministrada por “Mekorot” es en realidad agua palestina, usurpada de los acuíferos de Cisjordania. Mientras que la mayor parte es consumida por los israelíes, incluidos los colonos de los asentamientos ilegales de Cisjordania, a los palestinos se les vende su propia agua a un precio muy elevado.
Al cortar el suministro de agua en un momento en el que las autoridades israelíes están planeando exportar agua que es esencialmente palestina, Israel está utilizando una vez más el agua como una forma de castigo colectivo.
No es una novedad. Aún recuerdo el temblor en las voces de mis padres cada vez que temían que el suministro de agua estuviera alcanzando un nivel peligrosamente bajo. En casa, era una discusión casi diaria.
Cada vez que se producían enfrentamientos entre los niños que tiraban piedras y las fuerzas de ocupación israelíes a las afueras del campo de refugiados, siempre, instintivamente, corríamos a llenar unas pocas palanganas y botellas que teníamos en casa.
Esto ocurrió durante la Primera Intifada Palestina, que estalló en 1987 en los territorios palestinos ocupados.
Cada vez que había enfrentamientos, una de las primeras reacciones por parte de la Administración Civil Israelí –un nombre algo menos ominoso para las oficinas del ejército de ocupación israelí- consistía en castigar colectivamente a toda la población del campo de refugiados que se hubiera rebelado.
Los pasos que daba el ejército israelí se volvieron repetitivos, aunque cada vez más vengativos: un estricto toque de queda militar (es decir, el cierre a cal y canto de toda una zona y el confinamiento de los residentes en sus casas bajo amenaza de muerte), cortes de electricidad y cortes del suministro de agua.
Por supuesto, estas medidas se tomaban sólo en la primera fase del castigo colectivo, que duraba días o semanas, a veces incluso meses, llevando a algunos campos de refugiados hasta el borde de la muerte por inanición.
Dado que era poco lo que podían hacer los refugiados para desafiar a la autoridad de un ejército bien equipado, invertían sus escasos recursos y tiempo en planear la supervivencia.
De aquí la obsesión por el agua, ya que una vez que el suministro se terminaba, no había nada que hacer; excepto, por supuesto, el Salat Al-Istisqa o “Oración para que llueva” que emplean en tiempos de sequía algunos musulmanes devotos. Los ancianos de los campos insisten en que de verdad funciona, y cuentan historias milagrosas del pasado en las que esta oración especial incluso funcionaba en verano, cuando menos se esperaba la lluvia.
De hecho, esta oración ha sido rezada por más palestinos desde 1967 que en cualquier otro periodo. Ese año, hace casi exactamente 49 años, Israel ocupó las dos regiones de la Palestina histórica que quedaban: Cisjordania, incluyendo Jerusalén Este, y la Franja de Gaza. A lo largo de todos estos años, Israel ha recurrido a una política de castigo colectivo, limitando todas las libertades imaginables y empleando la denegación del agua como arma.
De hecho, el agua fue empleada como arma para someter rebeliones palestinas durante muchas fases de la lucha. En realidad, esta historia se remonta a la guerra de 1948, cuando las milicias sionistas cortaban el suministro de agua a decenas de pueblos palestinos entorno a Jerusalén para facilitar la limpieza étnica de la región.
Durante la Nakba (o catástrofe) de 1948, cada vez que un pueblo o una ciudad eran conquistados, las milicias demolían inmediatamente los pozos para evitar el retorno de los habitantes. Los colonos judíos ilegales aún emplean esta táctica hoy día.
El ejército israelí, también, siguió empleando esta estrategia, principalmente durante la primera y la segunda revuelta. Durante la Segunda Intifada, los cazas israelíes bombardeaban el punto de suministro de agua de cualquier pueblo o campo de refugiados que planearan invadir y someter. Durante la invasión y la masacre del campo de refugiados de Yenín en abril de 2002, los soldados hicieron estallar el punto de suministro de agua antes de entrar en el campo desde todas direcciones, matando e hiriendo a cientos de personas.
Gaza sigue siendo el ejemplo más extremo del agua empleada como forma de castigo colectivo, hasta la fecha. Durante las guerras, no sólo el suministro de agua sino también los generadores eléctricos, que se emplean para depurar el agua, se convierten en objetivos que son hechos saltar por los aires. Y, hasta que termine el bloqueo que dura ya una década, son pocas las esperanzas de poderlos reparar.
Es ya sabido por todos que los Acuerdos de Oslo fueron un desastre político para los palestinos; menos sabido es, sin embargo, cómo dichos acuerdos facilitaron la actual desigualdad en Cisjordania.
El denominado acuerdo Oslo II, o Acuerdo Israelí-Palestino Provisional de 1995, dividía a Gaza y a Cisjordania en dos sectores hídricos separados, obligando a la Franja a desarrollar sus propios recursos de agua dentro de sus límites. En el contexto del bloqueo y de las guerras recurrentes, sólo el 5-10% del agua extraída de los acuíferos de Gaza es potable. Según ANERA, el 90% del agua de Gaza “no es adecuada para el consumo humano”.
Por lo tanto, la mayoría de los gazatíes subsisten a base de agua contaminada o sin tratar. Pero Cisjordania –al menos en teoría- debería gozar de un mayor acceso al agua que Gaza. Sin embargo, éste no es el caso.
La mayor fuente de suministro de Cisjordania el Acuífero de la Montaña, que incluye varias cuencas: norte, oeste y este. El acceso de los habitantes de Cisjordania a estas cuencas es restringido por Israel, que también les deniega el acceso al agua del Río Jordán o del Acuífero de la Costa. Oslo II, que había de ser un acuerdo provisional hasta que concluyeran las negociaciones con respecto al estatus final, implantó la desigualdad actual otorgando a los palestinos menos de una quinta parte del agua de la que disfruta Israel.
Pero incluso ese acuerdo tan perjudicial no ha sido respetado, en parte porque el comité conjunto de resolución de cuestiones relacionadas con el agua le da a Israel poder de veto sobre las exigencias palestinas. En la práctica, esto se traduce en que el 100% de los proyectos hídricos israelíes reciben luz verde, incluso aquellos de los asentamientos ilegales, mientras que casi la mitad de las necesidades palestinas son rechazadas.
En la actualidad, según Oxfam, Israel controla el 80% de los recursos de agua palestinos. “Los 520.000 colonos israelíes emplean aproximadamente seis veces más de agua que la que usan los 2,6 millones de palestinos en Cisjordania”.
Los motivos que hay detrás de esto están bastante claros, según Stephanie Westbrook, que escribe en la revista israelí +972. “La compañía que extrae el agua es “Mekorot”, la compañía nacional de agua israelí. “Mekorot” no sólo opera más de 40 prospecciones en Cisjordania, apropiándose de recursos palestinos, sino que Israel también controla de forma efectiva las válvulas, decidiendo quién recibe agua y quien no”.
“No nos debería pillar por sorpresa que los asentamientos israelíes tengan prioridad, mientras que el servicio a las localidades palestinas se reduce o se corta por completo,” tal y como ocurre ahora mismo.
La injusticia de todo esto es innegable. Sin embargo, durante cinco décadas, Israel ha estado empleando las mismas políticas contra los palestinos, sin mucha censura ni reacciones por parte de la comunidad internacional.
Con las temperaturas veraniegas actuales en Cisjordania alcanzando los 38º, hay familias enteras que están viviendo con tan poco como 2 o 3 litros de agua por persona y día. El problema está alcanzando proporciones catastróficas. Esta vez, no podemos pasar por alto la tragedia, ya que están en juego las vidas y el bienestar de comunidades enteras.
El Dr Ramzy Baroud lleva más de 20 años escribiendo sobre Oriente Medio. Es columnista internacional, consultor de medios y autor de varios libros, así como el fundador de PalestineChronicle.com. Sus libros incluyen “En busca de Yenín”, “La segunda Intifada palestina” y, el más reciente, “Mi padre fue un luchador por la libertad: la historia jamás contada de Gaza”. Su web es www.ramzybaroud.net.