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El nacimiento de una nueva República

A partir de las cenizas del fallido golpe de Estado y tras una década de búsqueda de la esencia de alma del Estado, Turquía debe usar este momento para redefinirse a sí misma una vez más.
Foto: Una chica turca bajo la efigie del fundador de la moderna República de Turquía, Mustafá Kemal Atatürk en una marcha de protesta contra el intento de golpe de Estado del pasado 15 de julio en la plaza de Gundogdum en Izmir, el 4 de Agosto de 2016. / AFP PHOTO / EMRE TAZEGUL

Previamente a la reunión anual del Consejo Consultivo Militar Turco de la semana pasada, el primer ministro Binali Yildirim y los principales comandantes de la cúpula militar, siguiendo la tradición, se citaron frente a la tumba del fundador de la moderna República, Mustafá Kemal Atatürk.

Hablando especialmente exaltado, como si quisiera que su palabras fueran realmente escuchadas y comprendidas, Binali Yildirim declaró que el pueblo turco había ganado una nueva Guerra de Independencia.

Entre los dirigentes del AKP (el gobernante Partido de la Justicia y el Desarrollo), Yildirim no destaca por ser el orador más elocuente. Antiguo ingeniero naval, el ahora primer ministro es conocido por su sentido práctico y sus declaraciones cuidadosamente medidas.

Esto es precisamente por lo que la conexión que trazó entre el fracaso del golpe del 15 de julio y la Guerra de Independencia del país –sin ser la primera referencia de los líderes turcos en este sentido en las últimas semanas- parece ser el comienzo de una nueva narrativa para el nacimiento de una nueva República turca.

La Guerra de Independencia otomana estalló en 1919 bajo el liderazgo de Mustafá Kemal y otros oficiales del ejército otomano. Fue una lucha contra la ocupación extranjera de los territorios que aún permanecían bajo el poder del sultanato otomano y una reacción contra la firma del humillante Armisticio de Mudros, que establecía, entre otras cosas, la ocupación de Constantinopla y la desmembración y fragmentaciòn del Imperio Otomano tras el fin de la Primera Guerra Mundial.

La Guerra culminó con victoria turca tres años después. Pero ésta no se limitó a una lucha contra la ocupación extranjera, sino que también supuso un conflicto interno entre el Gran Consejo Nacional y los líderes de la resistencia, establecidos en Ankara, por un lado, y aquellos que se mantenían leales al gobierno títere de Estambul, sometido a los dictados de las potencias ocupantes.

Así las cosas, no es extraño que la guerra se convirtiera en el caldo de cultivo de una nueva nación turca, establecida en los restos tanto del Sultanato como del Califato otomanos.

A pesar de que la naciente República de Turquía se erigía sobre las bases y la trayectoria de la mayoría de las instituciones del propio Sultanato y fue considerada, al menos desde una perspectiva institucional, una extensión del mismo, pronto comenzó a establecer su propio marco. Hacía mitad de la década de 1930, la construcción de una nueva visión de Turquía en torno a sí misma y desde el resto del mundo había sido completada.

Pero, ¿qué tipo de Estado fue la República kemalista y qué tipo de sociedad pretendía construir?

Un Estado fuerte

En primer lugar, y ante todas las cosas, la República kemalista fue un Estado fuertemente nacionalista, que ignoró por completo la diversidad y pluralidad del pueblo turco. Turcos, kurdos, árabes, circasianos y otros grupos étnicos o culturales, fueron víctimas de la intención de subsumirlos en una única identidad por parte de los mecanismos de poder estatales, tanto suaves como represivos. Fue éste un proceso que en ocasiones rozó el chovinismo ultranacionalista.

En una clara reacción a las crisis que plagaron el Estado otomano en sus últimos días, la nueva República centralizó fuertemente el poder y poco a poco se fue convirtiendo en una institución controladora y dominante. El Estado veía a sus ciudadanos como niños que no saben que es lo mejor para ellos y que no pueden distinguir el bien del mal.

El único actor de referencia con capacidad de definir los intereses, valores y encaminar al país hacia el progreso y la justicia era el Estado, que estaba dirigido por una minoría gobernante y un partido único.

Pese a que en sus primeros años, el Estado confió en la identidad islámica como uno de los elementos definitorios de la ciudadanía, pronto éste comenzó a librar una dura batalla contra el rol del islam en la esfera pública, no solo en la política, la legislación o las normas sociales, sino también en el nivel más puramente simbólico.

No se cerraron mezquitas ni se prohibió a los turcos practicar sus ritos de forma individual. Pero el Estado sometió por completo a las instituciones religiosas, disolviendo las órdenes sufíes y precintando sus zawiyas (pequeñas mezquitas o salas de rezo tradicionales del sufismo), imponiendo restricciones a la peregrinación a La Meca, estableciendo el adhan (la llamada a la oración) en lengua turca, reduciendo el número de ulemas y disminuyendo los vínculos de Turquía con el mundo musulmán.

Hacia el pluralismo

Hacia finales de la década de 1930, y un poco antes de la muerte de Mustafá Kemal, los líderes de la República comprobaron la magnitud del fracaso del régimen que habían establecido. Ellos habían imaginado que el control del pluralismo político podría aliviar las dificultades del Estado y marcar el camino hacía un renacimiento turco. Con todo, la llegada de la Segunda Guerra Mundial retrasó el proyecto hasta 1950, con la transformación del sistema de partido único en uno pluripartidista.

Con la victoria del Partido Democrático en 1950, bajo el liderazgo de Adnan Menderes, Turquía se embarcó en una búsqueda épica por una identidad estatal. En este largo camino, Turquía alternó periodos de democracia tutelada y pluralismo político, con cuatro golpes militares directos o indirectos, como el último intento fallido de este verano.

Durante este turbulento recorrido, un popular primer ministro fue colgado, decenas de miles de personas fueron apresadas, decenas de miles más fueron asesinadas en enfrentamientos, como resultado de la tortura o en ataques terroristas, montones de partidos fueron disueltos y docenas de periódicos clausurados; y desde 1984, Turquía ha vivido algo parecido a una guerra civil de baja intensidad.

Desde la segunda mitad de la década de los ochenta, y hasta los comienzos de la de los noventa, la administración del presidente Turgut Ozal se embarcó en un proceso de reforma tanto del Estado como del modelo económico, abriendo Turquía al mundo exterior. Sin lugar a dudas, los esfuerzos de Ozal tuvieron un gran impacto en la sociedad turca, dando lugar a la expansión sin precedentes de la clase media y su bloque conservador. Las reformas de Ozal, unidas a los errores del gobierno a finales de la década de 1990 dieron lugar a la victoria en 2002 del Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP).

Nadie puede subestimar las reformas emprendidas por los gobiernos del AKP o sus éxitos económicos y su profundo impacto social. Como nadie puede subestimar los cambios adoptados en el discurso político del Estado y su forma de abordar en problema kurdo. Pero, como resultado de la extrema polarización política y el relativo declinar del papel estratégico de Turquía, estas reformas han sido bloqueadas en los últimos años, especialmente desde 2012.

La era del Partido de la Justicia y el Desarrollo ha acrecentado el poder del pueblo y afianzado su determinación de resistir ante cualquier intento de minar el sistema democrático y el imperio de la ley. Pero el fallido golpe de Estado ha demostrado que estas reformas no han sido suficientes para disuadir a los centros de poder escondidos en las grietas del Estado de intentar llevar al país de nuevo hacia atrás.

Oportunidades de transformación

Hoy, una ventana de oportunidad se ha abierto ante Turquía para embarcarse en una reforma profunda e integral. Hay esfuerzos en curso para reestructurar las fuerzas armadas, el ministerio del interior y el poder judicial, entre otras instituciones. Aun así, éstas no proporcionan una respuesta adecuada a las dudas depositadas sobre el Estado y la gobernanza en Turquía.

Turquía necesita redefinir su identidad, ensanchar los márgenes de libertad, garantizar el cumplimiento de los derechos humanos y de la dignidad. El Estado necesita poner fin definitivamente a la relación de tutela entre éste y su pueblo.

Un proyecto como éste necesitará reconsiderar los sistemas político y educativo, las fuentes de la ley, la estructura del poder judicial, así como la cultura y funciones de los cuerpos de seguridad. Requerirá además restaurar el equilibrio ente las políticas estatales de desarrollo y sus responsabilidades sociales. Una nueva constitución libre de la huella que los militares imprimieron en 1980 a la actual carta magna se erige como un deber.

Sobre todo, la nueva Turquía debe redefinir su rol y posición en la región y en el mundo.

No es necesaria una ruptura completa y absoluta con el Estado kemalista. Las naciones, por supuesto, no se levantan extirpando de ellas su propia historia. Lo que es necesario a día de hoy es la reelaboración intelectual de todo el legado histórico de Turquía al menos desde el final de la era otomana. Este legado debe ser reformulado y el trabajo en aras de la fundación de una nueva República debe comenzar.

Este artículo se publicó originalmente en el portal Middle East Eye el 5 de agosto de 2016

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Basheer Nafi es un investigador del Centro de Estudios Al Jazeera.

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