"Es un regalo, pero está envuelto en alambre de espinas", dijo el aclamado escritor David Van Reybrouk al diario Político esta semana. Estaba hablando del populismo. Como su sucinta analogía fue publicada, el Collins Dictionary anunció que "Brexit" ha sido la palabra del año. El debate sobre si el Brexit es popular o populista continúa en Gran Bretaña. Aquellos que dicen que es populista son los "Remainers" (partidarios de la permanencia en la UE) ; los que dicen que es popular son los "Brexiteers" (partidarios de la salida de la Unión). El único aspecto sobre el cual ambas partes están de acuerdo es que "populista" posee un significado peyorativo con el que cualquier político serio no quiere estar realcionado.
Eso explica el uso tan frecuente del término contra líderes europeos como Marine Le Pen -que parece estar perennemente en la cúspide de tornar la política francesa hacia sus tendencias de extrema derecha- o Viktor Orban, el demagogo de Budapest; o incluso Geert van Wilders, cuyos pasatiempos incluyen intimidar a los musulmanes y defender su derecho a denunciar a todos y cada uno de los marroquíes en los tribunales. Este trío son los malos de la política europea; el punto de referencia con el que se miden otros partidos de derecha, y a cuyo nivel no quieren rebajarse.
Estos derechistas son útiles porque proporcionan un nivel comparativo de maldad; siempre y cuando no seas tan malo como este lote, no eres realmente malo. Sin embargo, si alguna vez toman el poder, su política sería tan cuestionable que los respectivos países de Francia, Hungría y los Países Bajos serían acusados de caer en el populismo. Ir más hacia la derecha es descender. Volverse hacia el centro es levantarse, volver a la política respetable y salir de la cuneta. Podemos hablar de la Rusia de Putin y la Turquía de Erdogan. Estas personalidades son tan notablemente fétidas que a medida que su poder crece, países enteros se hunden con ellos. Si Trump gana en Estados Unidos la próxima semana, como temo que pueda pasar, toda América se hundirá a los ojos del mundo.
No es así con Israel, sin embargo. ¿Por qué nadie habla de que Israel está hundiéndose en el populismo; de su descenso a la demagogia, de su deriva a la extrema derecha? ¿No queremos aceptar la posibilidad de que, al igual que Orban está cerrando las organizaciones de derechos humanos y la prensa, nuestros queridos amigos y aliados en Tel Aviv están haciendo lo mismo? Solo por el hecho de que Israel fuera fundada en parte para contrarrestar la persecución sufrida por los judíos por la extrema derecha de Europa, ¿es imposible que se convierta en un estado de extrema derecha? ¿O imposible para nosotros afirmar que eso es exactamente lo que ya es?
Benjamin Netanyahu es al menos tan malo como Marine Le Pen con su retórica contra las minorías, pero en realidad dirige un gobierno, no sólo aspira a hacerlo. Su partido, el Likud, es el heredero político de milicias terroristas y asesinos anti-británicos. Los socios del Likud en el gobierno de coalición israelí adoran a Vladimir Putin. Por todas y cada una de las convenciones contemporáneas de la política británica, todas las campanas de alarma deben sonar para un país que va por el camino equivocado, y sin embargo el gobierno británico -y muchos en los escaños de la oposición en el parlamento- se acercan cada vez más a Netanyahu y a sus políticas mientras que Israel se inclina más y más hacia la cuneta de la extrema derecha.
Y hablemos de los musulmanes. ¿Qué tienen en común todos estos políticos? De Trump a Netanyahu, y deLe Pen a Wilders y Orban, todos comparten un profundo odio hacia los musulmanes; no al islam, o al islamismo, sino a los musulmanes. Lo que dicen en público es, sin duda, la versión descafeinada de lo que dicen en privado. En lacharla de sobremesa disfrutada en la casa de Netanyahu se revela que su hijo adolescente ya es un islamófobo desenfrenado. El sentimiento anti-musulmán hirviente y por lo general tácito entre los activistas pro-israelíes fue desenmascarado la semana pasada cuando un ex oficial de las Fuerzas de Defensa de Israel, el profesional poco profesional Elliott Miller -que está asociado con la derecha de la Henry Jackson Society- perdió su compostura y gritó que el islam es "una religión violenta" a los manifestantes pro-palestinos.
William Booth ha señalado en un ensayo altamente recomendado del Washington Post que el verdadero plan de Netanyahu es "convencer al mundo de que el aumento de la violencia palestina aquí no nace de la frustración contra la ocupación militar de Israel durante décadas" según las propias palabras de Netanyahu, "sino del islam radical". Netanyahu se distanció de la llamada de Trump a una prohibición total de los musulmanes que ingresan a los Estados Unidos, es el tipo de prohibición que existía en el pasado para evitar que los refugiados judíos que huían de la Alemania nazi entraran en América. No mucho después, sin embargo, el líder israelí estaba radiante ante las cámaras junto con el vehemente anti-musulmán Trump, y compartieron consejos sobre la construcción del muro. Tal vez una cena a tres bandas con Orban sería una buena idea; a ese monstruo le gustaría un buen muro anti-musulmán también.
Israel es un país que se está perdiendo en un pantano de odio de extrema derecha en el que, por la naturaleza misma de su proyecto de construcción del Estado, siempre corre el riesgo de terminar. No tenía por qué haber sido así. El odio hoy se centra en la fe musulmana y la naturaleza de los palestinos. Israel, sin embargo, podría dejar de construir sus asentamientos ilegales. Podría dar la tierra que ha robado desde 1967 a sus dueños palestinos. Podría actuar de conformidad con el derecho internacional y permitir a los palestinos cumplir su derecho a regresar como un gesto de buena voluntad por robar las casas de tantas personas y, al hacerlo, explicar a sus ciudadanos judíos que viven en esas casas que si quieren vivir en paz, deben vivir en casas nuevas construidas por el Estado. Israel tiene suficiente espacio, y nadie quiere ver a los emigrantes judíos empaquetados en barcos y enviados de vuelta a Europa o América del Norte, de donde vinieron. No ofrecer estos hogares a los palestinos de los que fueron expulsados por la fuerza es similar a un ladrón robando algo de su casa, y luego afirmando que no puede permitirse el lujo de devolverlo.
Sin embargo, en el distorsionado y extraño mundo de los comentaristas occidentales que nunca visitan la Cisjordania ocupada por Israel, la Franja de Gaza o Jerusalén Oriental, incluso mencionar estas ideas se relaciona con la "deslegitimación del Estado de Israel". Tal acusación es absurda, por supuesto; los activistas occidentales no necesitan deslegitimar a Israel, Benjamin Netanyahu y sus compinches ya están haciendo un trabajo suficientemente brillante en ese sentido.
Es hora de que los medios británicos traten a Netanyahu e Israel con el mismo veneno que exhiben hacia Recep Tayyip Erdogan, de Turquía, y Viktor Orban, de Hungría, y el desprecio que vierten hacia Donald Trump en los Estados Unidos o Marine le Pen en Francia . Netanyahu es un demagogo abiertamente racista. ¿Quién en su sano juicio querría estar asociado con él?