Es común escuchar en el mundo árabe que la llamada "Primavera Árabe" es en realidad una conspiración estadounidense y occidental destinada a conferir poder al islam político en la región. Parece que el efecto de esta misma "primavera" haya llegado ahora también a Gran Bretaña, con su decisión de abandonar la Unión Europea y a Estados Unidos, con la elección de un atípico presidente teóricamente alejado de la tradición política de la casta dirigente norteamericana.
Así que, ¿es posible que Washington haya conspirado también contra sí mismo? No hay duda de que las últimas elecciones estadounidenses, tanto las presidenciales como las legislativas, no tienen precedentes y son excepcionales respecto a la historia electoral de Estados Unidos. Ello por distintas razones, que incluyen el hecho de que no se trataba de unas elecciones ordinarias en las que se elige uno u otro candidato basándose en el programa o la identidad de su partido, como venía siendo la norma. Al contrario, se trató de una revolución contra el sistema de partidos, particularmente contra los partidos Demócrata y Republicano. Teniendo en cuenta que estos dos partidos representan a las dos principales fuerzas de la élite dirigente, queda claro que estas elecciones, desde el primer día, no eran sino un revuelta social contra esta misma élite dominante.
Pero esto requiere de una redefinición de la palabra "revolución", que no siempre se refiere a una serie de acontecimientos violentos para implementar cambios estructurales en la sociedad y en el país. También se puede tratar de un acto político pacífico si los marcos de referencia, las instituciones y los procedimientos constitucionales permiten que así sea, le proporcionan legitimidad y condición de posibilidad.
Esto es exactamente lo que ha pasado en Estados Unidos a lo largo de este año, especialmente durante las dos últimas semanas. La dimensión revolucionaria está presente al menos en tres puntos:
El primero es la clase social, en el sentido de que la clase trabajadora, cuyos miembros carecen habitualmente de educación universitaria, es la única que puede imponer el cambio y la rebelión contra la élite dominante a través de la selección de candidatos en las elecciones. Esto resultó claro en una primera fase, la de las primarias del Partido Republicano, donde Trump maniobró para derribar a los otros 16 candidatos, cada uno de ellos representando lo que era percibido como las tradiciones heredadas de los aparatos del partido. Todo el mundo esperaba que Trump quedara descartado durante el proceso de primarias debido a su flagrante racismo, la naturaleza superficial de su discurso, su vocabulario vulgar y la hostilidad que no dudó en usar para atacar a sus oponentes. Pero sin embargo, él maniobró fácilmente para eliminar a sus rivales gracias a los votos que obtuvo, con lo que consiguió dominar la Conferencia General del Partido Republicano, que no tuvo otra opción que aprobar su selección como candidato a presidente por parte del partido conservador.
Esto ocurrió a pesar de la oposición de muchos de los líderes del partido, e incluso el boicot de algunos de ellos a la Conferencia. Algo similar pasó en el Partido Demócrata, pero no exactamente lo mismo. Bernie Sanders, el candidato socialista, fue capaz de presentarse a las primarias como un fuerte competidor frente a Hillary Clinton para la nominación demócrata. Una vez más, esto fue posible gracias a los votos provenientes principalmente de la clase obrera. Pero el éxito de Sanders, al contrario que el de Trump, no llegó al punto de conseguir representar al partido. La idea de socialismo había sido tristemente derrotada en la sociedad estadounidense durante los siglos XIX y XX, y pareciera que estuviera a punto de serlo otra vez, pero ¿lo conseguirán? No necesariamente.
Más importante fue el éxito del socialista Sanders al conseguir millones de votos, que han hecho de él y de su movimiento izquierdista la mayor fuerza política dentro del Partido Demócrata, obligando al programa del partido a ser el más a la izquierda de su historia. Quizás esté claro que el triunfo del derechista Trump y el izquierdista Sanders indican claramente que la casta política de EE.UU. se enfrenta a una revolución política nunca vista antes.
La pregunta presente en los círculos políticos de EE.UU. ahora mismo es si esta revolución forzará al Partido Demócrata (el partido de las minorías y las clases media y trabajadora) a girar a la izquierda después de su derrota electoral, en oposición a un Partido Republicano (el partido de las grandes corporaciones financieras) que se mueve hacia la ultraderecha tras el triunfo de Trump. Ahora nos encontramos pues con el factor político, o el segundo punto que se deriva del hecho de que el derechista Trump haya ganado con los votos de la clase trabajadora, y no el izquierdista Sanders. La razón de esto está clara. El Partido Demócrata eligió a Hillary Clinton y no a Sanders para que le representara en la carrera presidencial contra Trump. Dado que Clinton es un símbolo tradicional de la élite dirigente, mientras que Trump representa una rebelión contra esa misma élite, el último ganó la carrera. Esto resulta bastante irónico, dado que Trump no puede representar en modo alguno a la clase trabajadora.
Como el magnate que es, él representa a la clase del gran capital. Esto es una paradoja que refleja la profundidad de la rebelión popular contra el establishment gobernante tradicional, y que esta rebelión parece exigir cambios a cualquier precio. Esto se antoja evidente visto que Trump ganó en Estados como Pennsylvania, Wisconsin o Michigan, que habitualmente habían votado mayoritariamente a los demócratas. También está claro habida cuenta de su victoria en votos electorales, y no en voto popular (en el que se impuso Clinton) porque el número de Estado en los que ganó Trump es mayor que el de los que ganó Clinton. El sistema electoral confiere a cada Estado un número de representantes equivalente a sus asientos en el Senado y la Cámara de Representantes. Éstos, los votos de los representantes de cada estado en cuestión van a para al candidato que gana en cada uno de ellos, aunque sea por poca diferencia. En otras palabras, los votantes estadounidenses no votan realmente al candidato directamente, sino a los representantes del colegio electoral, que son quienes deciden quien será el presidente. El resultado de las elecciones de Estados Unidos provocará probablemente un choque entre los ámbitos político y social, materializada en una colisión entre las aspiraciones de las clase media y trabajadora y los límites políticos del nuevo presidente.
Los primeros síntomas de esta colisión comenzaron inmediatamente después de la victoria de Trump y su marcha atrás en numerosas promesas que había repetido incesantemente durante la campaña electoral, como la construcción del muro en la frontera con México para contener la inmigración, la cancelación de los programas de salud implementados por el presidente Barack Obama o la deportación de inmigrantes musulmanes. Aquéllos que han llevado a Trump a la Casa Blanca comprobarán pronto que él ha usado su frustración, derivada de la dura realidad económica, sólo para conseguir sus objetivos políticos.
La pregunta es, entonces, si Estados Unidos llegará al punto en el que las clases empobrecidas hayan conseguido expresar su frustración pero hayan fallado en conseguir sus objetivos. Entonces, todo el mundo se encontrará ante un callejón sin salida entre unas masas en rebelión y un sistema político que no responde a sus aspiraciones. La profecía de Karl Marx sobre que el sistema capitalista llegará inevitablemente a un punto en el que sus contradicciones lo harán explotar puede que no se haga realidad. Esto es a causa de que este sistema ha perdido mucha de su flexibilidad, mecanismos e instituciones que lo protegían de colapsar.
Estamos ante unos Estados Unidos que son muy diferentes de lo que eran después de la Segunda Guerra Mundial, unos Estados Unidos que están en un punto de inflexión hacia la derecha pero que no se ha instalado aún por completo en ella. La Revolución Americana es similar a la Primavera Árabe en una cosa, y es que está lejos de tener una dirección ideológica o política concreta. Pero es diferente de ella en tanto se trata de la revolución de una clase, y está teniendo lugar en un marco político que tiene la capacidad de canalizar diálogo y negociaciones.
La Primavera Árabe llevó directamente a la explosión social en muchos casos porque la cuestión de la gobernanza en la región es de cero (quiero decir, cero en institucionalización de la gobernanza), lo cual es un dilema que Oriente Medio no ha sido capaz de superar en más de 1.400 años. Sin embargo, la moderna Revolución Americana ha empezado a expresarse a través de los mecanismos electorales e institucionales que están arraigados en la sociedad. Esta revolución parece haberse equivocado de lejos, pero su error no es inevitable o eterno. Parece haberse encaminado hacia la derecha populista, pero ésta no será la única tendencia. Competirá con otras tendencias, y no está aún claro cuál saldrá victoriosa.
En el otro lado, en el mundo árabe, sólo hace falta observar las escenas sangrientas protagonizadas por el régimen o la oposición armada en Siria, y comprobarás unas diferencias con el proceso de Estados Unidos que te dejarán perplejo. Entonces miremos a Egipto, donde la gente estaba harta del gobierno de los Hermanos Musulmanes, y luego se vieron hartos del régimen de Al-Sisi que se montó sobre sus escombros. Y en todos estos ejemplos no encontramos alternativas, diálogo o proyectos.