El pueblo de Alepo, en su mayoría sirios, se rebeló contra la tiranía después de ver a sus compatriotas árabes en Túnez y Egipto derrocar a sus propios tiranos. Su revolución comenzó pacíficamente, y la mayoría de los sirios deseaban que se mantuviese así. Sin embargo, el líder nacional, junto a sus aliados regionales e internacionales, tenía otros planes. Lo convirtió en un conflicto sangriento y mortal.
Ya hay multitud de evidencia que demuestra que la militarización de la revolución siria fue provocada e incluso planeada por el régimen sirio y sus aliados, sobre todo por las milicias chiíes procedentes de Líbano, Irak, Irán, Pakistán e incluso Afganistán. La mayoría de los sirios que tomaron las armas sólo lo hicieron después de presenciar la violencia perpetrada contra sus seres queridos. Los crímenes perpetrados contra ciudadanos inocentes y desarmados por los shabbiha (matones) del régimen dejaron a la gente sin otra opción que luchar.
La destrucción de Alepo y otras muchas ciudades, pueblos y aldeas de toda Siria era el precio que estaba dispuesta a pagar la familia Assad y sus aliados en Teherán y Moscú para no sólo mantener a Bashar y a su régimen minoritario en el poder, sino también para contribuir de manera significativa al esfuerzo destinado a reprimir los levantamientos populares árabes, que amenazaban a los dictadores desde el océano al Golfo.
En otras palabras, la guerra de Siria fue, desde el principio, un asunto pan-árabe. En poco tiempo se convirtió en una guerra mundial por el poder. Algunos de los déspotas regionales y de las potencias internacionales temían el vacío de poder que ocurriría una vez que el déspota de Damasco conociese lo ocurrido a sus predecesores en Túnez, El Cairo, Trípoli y Sanaa; mientras que otros temían la urgencia de una alternativa democrática a la autocracia, que significaría un modelo sin precedentes que los jóvenes de la región admirarían.
El costo para la población siria fue enorme. Quizás un de las razones es que la mayoría de las víctimas no son de la misma clase por las que están preparadas Moscú o Teherán para lamentar su pérdida. Mientras tanto, mucha gente de Occidente simpatizó con la revolución siria, incluidas algunas personas muy cercanas a los círculos de toma de decisiones políticas. Conozco personalmente algunos que, si fuese por ellos, hubiesen manejado el asunto de manera distinta.
Aún así, los políticos de las capitales occidentales pensaron que era el menor de los dos males, e hicieron la vista gorda, fingiendo que Siria no les preocupaba. Sin embargo, de hecho, actuaron convencidos de que era algo muy importante, pero no ayudando necesariamente a los intereses del pueblo sirio. La administración de Obama y sus aliados europeos miraron a Siria desde la visión israelí: parecen haber llegado a la conclusión de que si Assad se mantiene en el poder, será algo "menos malo" que cualquier otro régimen impredecible en el que no podrían confiar para mantener la estabilidad en la frontera con Israel, ni para conseguir el deseado equilibrio de poder en Líbano. Así que dejaron que Siria fuese atacada por las bestias rusas e iraníes.
Ni Rusia ni Irán hubiesen podido perpetrar esta violencia si no hubiese sido por la falta de armamento entre las filas de los defensores de Alepo. El embargo dirigido - o incluso impuesto - por Washington que les negó a los revolucionarios sirios lo que se puso sin problemas a disposición de los mujahidines afganos en los años 80 y les permitió derrotar a la fuerza aérea rusa. Es decir, los americanos estaban interesados en desestabilizar a la Unión Soviética. Por lo tanto, no se ahorraron ni una bala, misil o dólar que ayudase a la causa afgana.
Pero es una historia completamente diferente en Siria. Incluso los involucrados regionales que simpatizaron con ella, por no hablar de los Amigos de Siria - y todas sus reuniones, mítines y conferencias que sólo decían habladurías al servicio de una causa digna - hicieron muy poco para evitar la destrucción de Alepo y demás ciudades sirias.
A los rusos e iraníes se les dejó mano libre; atacaron, bombardearon y destruyeron a izquierda y derecha con impunidad. Como resultado, los matones de Bashar y sus milicias chíitas aliadas, cuya intrusión en Alepo oriental fue facilitada por los bombardeos aéreos de Rusia; se turnan hoy en día para destruir a lo que queda de la desesperada población.
Para muchos de los cientos de miles de sirios que han perdido su vida, y para los millones que han sido desalojados o desplazados; sus sacrificios fueron por una causa digna. Librar a su país de un déspota corrupto es la causa más digna. Así como las personas se sacrifican con sus vidas y riquezas, también se sacrificaron los pueblos y las ciudades por esta causa justa. Esto es lo que se recordará de Alepo a partir de ahora. Es una ciudad que se puso en pie ante un castigo durísimo e interminable. Una ciudad que le dijo que no a los rusos e iraníes: puedes quedarte con mi cuerpo destrozado, pero no con mi alma. Una ciudad que miró al resto de las naciones del mundo a los ojos y les retó a vivir con los valores y principios que afirman que tienen. Alepo ha expuesto la hipocresía y la doble cara de un mundo que se enorgullece de haber creado tantas instituciones, convenciones y tratados para evitar justo lo que está pasando en Siria.
La muerte de Alepo, como la muerte de un mártir, no será el final. Su muerte no sólo inspirará a los sirios, sino también a muchos jóvenes de todo el mundo a plantarle cara a la arrogancia y a la tiranía, por las que serán recordados Rusia e Irán durante muchos años. Su muerte también motivará a generaciones a reflexionar sobre las pérdidas sufridas cuando Alepo se quedó sola resistiendo a los asesinos y los destructores.
En cuanto a Bashar al-Assad y a sus aliados rusos e iraníes, lo que han conseguido no es más que una victoria vacía en una ciudad destruida y arrasada, con sus habitantes asesinados.
Este artículo fue publicado por primera vez en middleeasteye.net el 13 de diciembre de 2016.