diciembre 31, 2016 a las 6:24 PM
La caída de Saddam Hussein y su posterior ejecución no supuso un nuevo comienzo para Irak, sino que sólo generó un vacío de poder regional que fue rellenado por Irán por un lado, y por fuerzas extremistas por otro, y que ha acabado costando millones de vidas a lo largo y ancho de Irak y Siria.
Un día como hoy, hace 10 años, el ex presidente iraquí Saddam Hussein fue ejecutado en la víspera de la fiesta del cordero– lleno de simbolismo – por soldados encapuchados. Los soldados cantaban nombres de clérigos y bramaban por la sangre de Saddam, mientras él permanecía calmado en la tarima. Saddam se permitió incluso burlarse de la virilidad de sus ejecutores y pronunció el testimonio de fe islámica ("Testifico que no hay más dios que Dios, y testifico que Muhammad es Mensajero de Dios"), antes de que, finalmente, fuese ahorcado. Sin embargo, su sangre no calmó la sed de la “democracia” al estilo iraní que reemplazó a su dictadura, y la violencia continuó sin cesar y se extendió a su vecina Siria, llegando la horrible matanza de Alepo que todos hemos presenciado desde nuestras pantallas.
La ruptura del cráneo árabe
Según de dónde procedas y tus experiencias, recordarás a Saddam de una forma u otra. El occidental medio seguramente considerará la invasión ilegal de Irak en 2003 un auténtico desastre, pero sólo verá a Saddam como un loco empeñado en asesinar desde kurdos a chiíes. Este punto de vista distorsionado se debe a la apresurada intención de denigrar la imagen de Saddam en el periodo previo a la Guerra del Golfo de 1990. Sin embargo, una perspectiva poco común es en la que el Irak de Saddam se considera la Puerta Oriental del mundo árabe – o su “cráneo”, como dice el proverbio árabe.
La Puerta Oriental se mantuvo firme frente a una amenaza que ahora se ha extendido como una plaga bíblica por toda la región, llevándose por delante millones de vidas y destrozando otros cuantos millones. Durante mucho tiempo, Irak se defendió de esta amenaza y la sostuvo como contiene una presa la fuerte corriente de un río. Irak salvó al mundo árabe del torrente de sufrimiento que supondría esta amenaza.
Esta amenaza era el fundamentalismo sectario, que actualmente es testigo de un genocidio contra el grupo demográfico más grande de Oriente Medio – los árabes sunníes. El cráneo de los árabes, Irak, fue destrozado, y la Puerta Oriental del mundo árabe se derribó.
Desgraciadamente, esto sucedió con la ayuda de árabes como Arabia Saudí, bajo el mandato del rey Abdullah; y de otros del Golfo Pérsico que trabajaron junto a Estados Unidos. Hoy en día, estos países se arrepienten de haber traicionado no sólo a Saddam, sino a todo Irak como nación y como pueblo, sólo porque la peste sectaria y las ambiciones imperialistas de Irán amenazan con tragárselos.
Alepo ha tomado su último aliento como ciudad libre, y uno ha de tener en cuenta cómo Saddam se opuso a los baathistas sirios (miembros el Partido del Renacimiento Árabe Socialista, conocido como Baath por su nombre en árabe), ya que los consideraba como antítesis al sueño de la unidad árabe. El baathismo iraquí, adoptado por el fundador sirio-cristiano del movimiento, Michel Aflaq; aún creía en la unidad del mundo árabe. Aflaq y los baathistas árabes denunciaron a los baathistas sirios, en especial al régimen de Assad – por aquel entonces bajo el mando de Hafez Al-Assad – de estar motivados únicamente por ambiciones personales y no promover la causa del arabismo.
A esto se debe que Saddam apoyase a los revolucionarios sirios en 1982, apoyando, irónicamente, a los Hermanos Musulmanes sirios. Por desgracia para el pueblo sirio y el mundo árabe, el levantamiento fracasó y resulto en la masacre de Hama, en la que unos 40.000 hombres, mujeres y niños fueron asesinados – una mera colina en comparación con la montaña de calaveras que el hijo de Hafez, Bashar, ha dejado en Siria a día de hoy.
Según de dónde procedas y tus experiencias, recordarás a Saddam de una forma u otra. El occidental medio seguramente considerará la invasión ilegal de Irak en 2003 un auténtico desastre, pero sólo verá a Saddam como un loco empeñado en asesinar desde kurdos a chiíes. Este punto de vista distorsionado se debe a la apresurada intención de denigrar la imagen de Saddam en el periodo previo a la Guerra del Golfo de 1990. Sin embargo, una perspectiva poco común es en la que el Irak de Saddam se considera la Puerta Oriental del mundo árabe – o su “cráneo”, como dice el proverbio árabe.
La Puerta Oriental se mantuvo firme frente a una amenaza que ahora se ha extendido como una plaga bíblica por toda la región, llevándose por delante millones de vidas y destrozando otros cuantos millones. Durante mucho tiempo, Irak se defendió de esta amenaza y la sostuvo como contiene una presa la fuerte corriente de un río. Irak salvó al mundo árabe del torrente de sufrimiento que supondría esta amenaza.
Esta amenaza era el fundamentalismo sectario, que actualmente es testigo de un genocidio contra el grupo demográfico más grande de Oriente Medio – los árabes sunníes. El cráneo de los árabes, Irak, fue destrozado, y la Puerta Oriental del mundo árabe se derribó.
Desgraciadamente, esto sucedió con la ayuda de árabes como Arabia Saudí, bajo el mandato del rey Abdullah; y de otros del Golfo Pérsico que trabajaron junto a Estados Unidos. Hoy en día, estos países se arrepienten de haber traicionado no sólo a Saddam, sino a todo Irak como nación y como pueblo, sólo porque la peste sectaria y las ambiciones imperialistas de Irán amenazan con tragárselos.
Alepo ha tomado su último aliento como ciudad libre, y uno ha de tener en cuenta cómo Saddam se opuso a los baathistas sirios (miembros el Partido del Renacimiento Árabe Socialista, conocido como Baath por su nombre en árabe), ya que los consideraba como antítesis al sueño de la unidad árabe. El baathismo iraquí, adoptado por el fundador sirio-cristiano del movimiento, Michel Aflaq; aún creía en la unidad del mundo árabe. Aflaq y los baathistas árabes denunciaron a los baathistas sirios, en especial al régimen de Assad – por aquel entonces bajo el mando de Hafez Al-Assad – de estar motivados únicamente por ambiciones personales y no promover la causa del arabismo.
A esto se debe que Saddam apoyase a los revolucionarios sirios en 1982, apoyando, irónicamente, a los Hermanos Musulmanes sirios. Por desgracia para el pueblo sirio y el mundo árabe, el levantamiento fracasó y resulto en la masacre de Hama, en la que unos 40.000 hombres, mujeres y niños fueron asesinados – una mera colina en comparación con la montaña de calaveras que el hijo de Hafez, Bashar, ha dejado en Siria a día de hoy.
“Ahora tenemos 1.000 Saddams”
Arriba se indica cuantos árabes, no sólo iraquíes, recuerdan a Saddam Hussein. Puede que la gente esté mirando al pasado con gafas de cristales rosa, pero es una medida simple para lo atroces que se han convertido las cosas en Irak y en toda la región desde que el dictador iraquí fuese derrocado por una coalición extranjera, cuyos mayores beneficiarios fueron Irán y sus aliados.
No hay duda de que Saddam fue un dictador brutal que apagó cualquier voz contraria a la suya y destruyó a cualquiera que se le opusiera. Me crié en Reino Unido y me quitaron muchos derechos debido a la opresión de Saddam y la incapacidad de aceptar la idea de una oposición política, incluso la de los árabes sunníes (como mi familia) que se oponían a los baathistas. Al contrario que las acusaciones hacia él de que favorecía a los árabes sunníes, yo seré el primero en decir que Saddam Hussein no era nada sectario.
Muchos de los baathistas con los que trabajaba eran chiíes. Un simple vistazo al infame paquete de tarjetas usadas por EEUU para identificar a los fugitivos baathistas revelará que había un gran número de no sunníes en su círculo íntimo, incluidos chiíes como Muhammed Hamza Al-Zubaydi, un ejemplo particularmente atroz de la élite baathista de Saddam. El ministro de exteriores de Saddam era Tariq Aziz, cristiano, quien murió hace poco tras ser maltratado en los gulags de la “democracia” iraquí. Saddam simplemente destruía a aquel que se acercase a su trono, ya fuese árabe sunní, kurdo sunní, chií, cristiano… así de sencillo.
Un hombre que se hizo famoso por derribar a martillazos la estatua de Saddam en la plaza de Firdaous, en el centro de Bagdad, en 2003; ha declarado hace poco que quería que volviese el dictador. Kadhim Hassan Al-Jibouri, árabe chií y, por lo tanto, supuestamente “reprimido” por Saddam, se lamentaba por el Irak moderno: “Ahora, cuando paso delante de esa estatua, siento dolor y vergüenza. Me pregunto, ¿por qué derribé esa estatua [de Saddam]? Me gustaría volver a levantarla y reconstruirla… si no temiese que me matasen [las milicias].” “Saddam se ha ido, y ahora, en su lugar, tenemos a 1.000 Saddams”, dijo Al-Jibouri a la BBC.
Diría que sólo tiene parte de razón. Al menos Saddam Hussein nunca traicionó a Irak, aunque fuese un terrible dictador. En su lugar, aquellos que le sucedieron vendieron de buena gana el país y su pueblo primero a los EEUU y luego a Irán, y dejaron que los iraquíes se pudriesen en un estado mucho peor del que les había dejado Saddam.
Su alguien se queja de por qué Saddam es famoso entre muchos ciudadanos del mundo árabe a día de hoy, tan sólo tienen que fijarse en lo que pasó cuando se terminó la dictadura y se implantó la “democracia”: todas las muertes, asesinatos y destrucción que produjo.
No hay duda de que Saddam fue un dictador brutal que apagó cualquier voz contraria a la suya y destruyó a cualquiera que se le opusiera. Me crié en Reino Unido y me quitaron muchos derechos debido a la opresión de Saddam y la incapacidad de aceptar la idea de una oposición política, incluso la de los árabes sunníes (como mi familia) que se oponían a los baathistas. Al contrario que las acusaciones hacia él de que favorecía a los árabes sunníes, yo seré el primero en decir que Saddam Hussein no era nada sectario.
Muchos de los baathistas con los que trabajaba eran chiíes. Un simple vistazo al infame paquete de tarjetas usadas por EEUU para identificar a los fugitivos baathistas revelará que había un gran número de no sunníes en su círculo íntimo, incluidos chiíes como Muhammed Hamza Al-Zubaydi, un ejemplo particularmente atroz de la élite baathista de Saddam. El ministro de exteriores de Saddam era Tariq Aziz, cristiano, quien murió hace poco tras ser maltratado en los gulags de la “democracia” iraquí. Saddam simplemente destruía a aquel que se acercase a su trono, ya fuese árabe sunní, kurdo sunní, chií, cristiano… así de sencillo.
Un hombre que se hizo famoso por derribar a martillazos la estatua de Saddam en la plaza de Firdaous, en el centro de Bagdad, en 2003; ha declarado hace poco que quería que volviese el dictador. Kadhim Hassan Al-Jibouri, árabe chií y, por lo tanto, supuestamente “reprimido” por Saddam, se lamentaba por el Irak moderno: “Ahora, cuando paso delante de esa estatua, siento dolor y vergüenza. Me pregunto, ¿por qué derribé esa estatua [de Saddam]? Me gustaría volver a levantarla y reconstruirla… si no temiese que me matasen [las milicias].” “Saddam se ha ido, y ahora, en su lugar, tenemos a 1.000 Saddams”, dijo Al-Jibouri a la BBC.
Diría que sólo tiene parte de razón. Al menos Saddam Hussein nunca traicionó a Irak, aunque fuese un terrible dictador. En su lugar, aquellos que le sucedieron vendieron de buena gana el país y su pueblo primero a los EEUU y luego a Irán, y dejaron que los iraquíes se pudriesen en un estado mucho peor del que les había dejado Saddam.
Su alguien se queja de por qué Saddam es famoso entre muchos ciudadanos del mundo árabe a día de hoy, tan sólo tienen que fijarse en lo que pasó cuando se terminó la dictadura y se implantó la “democracia”: todas las muertes, asesinatos y destrucción que produjo.
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