En términos de cifra de víctimas, el supuesto ataque con gas sarín del martes cerca de la ciudad siria de Khan Sheikhoun – se cree que hay 70 víctimas – no debería tener apenas importancia en el marco de una guerra que ha dejado cientos de miles de muertos.
Pero ese nunca ha sido el valor de las armas químicas. Desde que las potencias europeas las utilizaron por primera vez hace más de un siglo, durante la I Guerra Mundial, suponen un choque psicológico y político, más allá de su efecto físico o militar. Junto con la amenaza de guerra biológica, tienen un valor de temor muy distinto.
En las trincheras de la I Guerra Mundial, varios médicos notaron que el temor paralizante a un ataque de gas solía exceder al miedo a ofensivas con artillería convencional y bombas, aunque estas últimas mataran a muchas más personas. Al final del conflicto, las máscaras de gas y equipos de protección química suponían que muchos soldados pudiesen sobrevivir a ataques así relativamente ilesos.
Sin embargo, el horror de estas armas fue clave a la hora de que la mayoría de Estados las prohibiesen. En total, 192 naciones firmaron la Convención de Armas Químicas de 1993. Se cree que el 90% de las armas químicas preexistentes en el mundo fueron destruidas antes de 1994.
Sin embargo, parece que la guerra civil siria está reestableciendo que, en algunas ocasiones, los gobiernos puedan utilizarlas contra su propio pueblo sin sufrir apenas consecuencias.
Oficiales estadounidenses como el Secretario de Estado, Rex Tillerson, o el Secretario de Defensa, James Mattis, sugirieron que la expulsión del presidente sirio, Bashar Al-Assad, ya no es una prioridad. El gobierno sirio parece estar demostrando que siente que puede actuar contra sus enemigos internos con casi total impunidad. Esto envía una alarmante señal acerca de la erosión de las normas globales sobre las armas de destrucción masiva, así como de los límites del poder y la influencia de EEUU. Para aquellos sirios que aún luchan contra el gobierno, es una advertencia salvaje sobre el coste de aún más resistencia.
No es una táctica nueva. El Imperio Británico utilizó gas venenoso contra aldeas iraquíes en los años 20 y 30 para demostrar algo similar, al igual que ocurrió en con la Italia de Mussolini durante su invasión de Abissinia (ahora Etiopía). Saddam Hussein utilizó gas sarín contra civiles kurdos en la ciudad de Halabja, asesinando a varios miles de personas y asentando su reputación de brutalidad.
En este caso, se ocultan muchas cosas bajo una ambigüedad deliberada, probablemente para reducir las respuestas o represalias externas. Los gobiernos occidentales dicen que las pruebas apuntan a un ataque deliberado de las Fuerzas Aéreas Sirias. Sin embargo, Rusia, aliada de Assad, afirma que los químicos fueron lanzados accidentalmente desde un almacén de armas rebelde a causa de un bombardeo del gobierno.
Podría ser posible, pero la mayoría de las pruebas apuntan a lo contrario. Periódicamente, varios grupos militantes han intentado crear estas armas. En particular, el Daesh ha utilizado gas venenoso para recuperar el control de Mosul, Irak.
Sin embargo, el ataque del martes tuvo estrechas similitudes con el ataque químico previo del gobierno a las afueras de Damasco en 2013, que acabó con la vida de cientos de civiles y parecía atraer a Estados Unidos en un conflicto militar directo con Assad.
Barack Obama y otros líderes occidentales declararon que el uso de armas químicas sería una “línea roja” que llevaría a la intervención externa. Sin embargo, el régimen sirio ya había sobrepasado estas líneas con ataques químicos menores en 2013.
Siria firmó la Convención de Armas Químicas en 2013, y se supone que tendría que haber entregado todas sus reservas químicas como parte de un acuerdo con Rusia para evitar la acción militar estadounidense tras el ataque en Damasco. Ahora parece que no fue así.
Seguramente, Assad y sus partidarios rusos creen que la administración de Trump no tiene intenciones de montar una respuesta militar.
La ironía está en que, justo cuando el gobierno sirio ha demostrado cuán efectivas pueden ser las armas químicas como armas políticas; más allá de la frontera, en Irak, el Daesh ha descubierto cuán limitado es su impacto en el campo de batalla. Varias fuerzas aliadas y activistas por los derechos humanos han denunciado varios ataques con gas, relativamente primitivos, en septiembre, octubre y el mes pasado. Pero, al parecer, perjudicaron a números relativamente pequeños de personas.
Los militantes han temido durante décadas los ataques químicos y biológicos, pero la verdad es que estos han sido extraordinariamente escasos – y muchas veces ineficaces.
Varios expertos explican que, aunque Al-Qaeda y Daesh quieren obtener armas químicas y biológicas, ninguno lo considera una prioridad. Últimamente, estos grupos se han centrado en el otro extremo del espectro tecnológico, utilizando las armas disponibles más simples, como camiones, cuchillos y armas de fuego en atentados como los de Bruselas, París o Westminster.
Puede que no siempre sea el caso. Habiendo fracasado en sus intentos de hacer que las armas biológicas funcionaran, la secta japonesa Aum Shinrikiyo manufacturó sarín y lo utilizó para atacar en el metro de Tokio en 1995, matando a 12 personas y dejando cientos de heridos. Los expertos afirman que, si hubiesen perfeccionado el método de distribución del químico, el número de víctimas hubiese sido mucho mayor.
En general, lo que sucedió el martes en Siria es un recordatorio de que aquellos que corren un mayor riesgo de ataques con armas químicas son aquellos cuyo gobierno quiere hacer un ejemplo de ellos.
Es una cruda realidad que no saben cómo afrontar ni Estados Unidos ni cualquier otro país occidental.