En la política, la moralidad y la compasión no tienen lugar. Para permanecer en el poder, los políticos asesinan a sus compatriotas – recordemos Siria, o las masacres en Egipto, o la limpieza étnica de musulmanes en Myanmar, y no olvidemos que Aung San Suu Kyi, el líder detrás de esta limpieza étnica de musulmanes rohingyas, es el ganador de un Premio Nobel de la Paz. Una vez que se apagan las llamas de la guerra en estos lugares y que las potencias globales forjan nuevas alianzas, la pérdida de vidas humanas se reduce a un mero debate sobre “intenciones”. En consecuencia, toda la muerte y la destrucción se menosprecian como “daños colaterales.”
El posterior “proceso de reconciliación” se convierte entonces en la base del perdón. La cuestión sigue siendo: ¿pueden perdonarse estos actos de destrucción inmensa e intencional?
Empecemos por lo fundamental: Hasta que reconozcamos que hay acciones “imperdonables”, cualquier debate sobre el perdón es injusto. Perdonar o no perdonar debería ser decisión de la víctima, el perjudicado; y ningún absolutismo moral debería influir en el derecho de la víctima a no perdonar. Cuando, como terceros, los filósofos políticos promueven la defensa del perdón, están violando, en cierto modo, el derecho de las víctimas a la igualdad y a la justicia. Por lo tanto, la víctima sufre dos veces: cuando es infligido el crimen y después, cuando es impuesto el perdón.
La filosofía detrás del “derecho a no perdonar” requiere al menos de una comprensión elemental de la política de disculpas. ¿Quién se está disculpando? ¿Cuándo y por qué se emite una disculpa? Si el proceso de perdón implica una reconciliación, ¿qué parámetros se establecen?
El debate sobre el perdón suele ser iniciado por el perpetrador o por la “persona neutral”, quienes, debido a sus respectivas posturas, están desprovistos de toda comprensión genuina sobre el sufrimiento que padecen las víctimas. Así que, cuando los filósofos políticos y los intelectuales públicos consideran el concepto de perdón, casi siempre alinean su noción de moralidad sobre los principios de igualdad. Aunque sea involuntariamente, estos debates degradan y desprecian el sufrimiento de la víctima.
El perdón siempre ha buscado que la víctima sea más humana que el perpetrador. Cuando los filósofos políticos promueven el perdón, ignoran la posibilidad de que el perpetrador vaya a seguir ejerciendo violencia sobre su víctima sin sentir ninguna necesidad de disculparse.
Por lo tanto, debería existir una cierta distinción entre el acto criminal de un individuo y el activismo criminal de un colectivo, y su relación con el perdón. Es fácil responsabilizar a un individuo de su mala conducta; pero la cuestión sigue siendo: ¿cómo llevar ante la justicia a una entidad criminal colectiva – como un Estado? E incluso si se consigue, ¿contra quién se presentan los cargos? ¿A quién le pedirá disculpas? ¿En nombre de quién? Y si las dos partes principales – la víctima y el criminal directos, como en el caso del Holocausto – ya no existen, ¿cómo, en todo caso, participarían las partes terciarias en el proceso?
Sin duda, existen casos, sobre todo individuales, en los que el arrepentimiento puede ser correspondido con el perdón. Digamos que alguien toma mi territorio y explota sus recursos; y después la persona se arrepiente y devuelve el terreno. Este acto de arrepentimiento podría llevar a ser perdonado. Pero, ¿qué sucede en los casos en el que el “proceso de devolución” no existe? Hitler, sin ningún remordimiento, asesinó a millones de judíos. ¿Quién debería arrepentirse en su nombre? ¿A quién le pediría disculpas?
Luego están los casos en los que la víctima directa puede no existir, mientras que el perpetrador, sobre todo en forma de institución, puede seguir existiendo. Consideremos el caso de Kashmir – y otros casos similares como Alepo, Myanmar y demás – en los que el perpetrador es inflexible en su intención de asesinar. En estas situaciones, el perpetrador considera crímenes de guerra como las masacres civiles, las desapariciones forzadas o las violaciones en masa como un “uso legítimo de la fuerza” para mantenerse en el poder.
¿Cómo se debe perdonar para que ni el perpetrador se quede sin castigo ni las víctimas del crimen se sientan traicionadas? ¿Qué clase de absolutismo moral insta a las víctimas a esperar hasta que el perpetrador termine sus crímenes – hasta que el poderoso “otro” alcance todas sus aspiraciones políticas – y después a que le perdone por todo el daño que ha causado? Para el crimen institucionalizado no debe haber ningún perdón, incluso aunque el perpetrador se arrepienta y lo suplique. Porque que la víctima terciaria perdone al criminal colectivo es un acto de pura traición al sacrificio de la víctima directa.
Sin embargo, no perdonar no significa necesariamente castigar; es una posición moral a la que la víctima tiene derecho a atenerse. Por lo tanto, el derecho de la víctima no será rehén de la sentimentalidad o la metanoia del perpetrador, y los principios injustos del moralismo tampoco deben influir en la idea de perdón de la víctima. Como mantiene Jean Hampton, la decisión de perdonar al infractor es expresar un compromiso de “considerar al infractor desde una visión nueva y más favorable”, no como algo completamente podrido y moralmente muerto. En ausencia de metanoia y de cualquier razón legítima para reconciliarse con el perpetrador, el perdón será considerado aborrecible.
En cierto modo, cuando promovemos el perdonar, estamos faltando al respeto a los fundamentos de la justicia – el derecho a la igualdad. Ningún “intelectual público” que no ha vivido las atrocidades de la Alemania nazi, o las matanzas de Alepo, o las masacres de Kashmir, debería expresar un juicio no solicitado en nombre de las víctimas. Bajo el disfraz de una declaración de empatía políticamente motivada y el moralismo indebidamente invocado, esta preocupación por el bienestar del “otro” arrebata el derecho a la víctima de ser tratada con igualdad.
Por lo tanto, el debate sobre el perdón es, en sí mismo, un “crimen contra el espíritu” de justicia.