Recién llegado del estado de Rakhine, en el oeste de Myanmar, parece que haya viajado a un lugar mucho más familiar: a Palestina. Lo sé, Rakhine se encuentra a más de 8.000 km de Jerusalén y no existen santuarios religiosos particularmente importantes; el conflicto no fue entre sionistas y palestinos, sino entre budistas –mayoritarios en Myanmar– y la minoría musulmana del país; y las potencias imperiales involucradas en la región fueron los británicos y los japoneses, no los otomanos. Sin embargo, he encontrado llamativas similitudes, no sólo meras coincidencias, entre ambos escenarios.
Los experimentados trabajadores humanitarios y los funcionarios de Naciones Unidas que conocí durante mi visita no dejaban tampoco de hacer comparaciones con el caso palestino. ¿Será Myanmar la próxima Palestina? ¿Estamos ya ante una crisis casi idéntica?
Fijémonos en el discurso. Belicosos monjes budistas insisten en que todo el país es budista antes de cualquier otra consideración. Por su parte, Israel se define como un Estado judío. Estos extremistas –que disfrutan de un considerable poder político y que pueden movilizar turbas anti-musulmanas en un instante– afirman que los no budistas viven en su territorio por cortesía, exactamente el mismo discurso que esgrimen los ideólogos sionistas de Israel contra los gentiles.
Los musulmanes de Myanmar son atacados también por sus altas tasas de fertilidad, al igual que hacen los sionistas al tildar a los palestinos de “bomba de relojería demográfica”, lo que un extremista birmano denominó peyorativamente “la yihad de los bebés”. Incluso existen leyes –no siempre aplicadas– en Myanmar para limitar a dos el número de hijos que pueden tener las parejas musulmanas y, además, se les hace pagar una tasa –muchas veces inasumible– de 750$, que en caso de no ser abonada conlleva hasta cinco años en prisión.
Toda una literatura ha emergido también para reescribir la historia de los Rojinyá –la minoría musulmana de Myanmar– asegurando que no se trata de un verdadero grupo étnico y que no tienen derecho a vivir en el país antiguamente conocido como Birmania. De la misma forma la historia de los palestinos ha sido reescrita para borrar su existencia como pueblo. En definitiva, tanto en Myanmar como en Palestina existe una nueva narrativa que sustenta un lento proceso de limpieza étnica.
Entre otras cosas, los musulmanes de Myanmar son acusados de ser proclives a la violencia, lo que hace que los monjes budistas justifiquen sus agresiones como método de auto defensa, como también hacen los israelíes para justificar el uso de la violencia desproporcionada de su sofisticado ejército contra los civiles palestinos. También escuché a los fanáticos birmanos hablar del peligro de la “islamización” del país, articulando un discurso semejante al de la extrema derecha israelí y de muchos otros países europeos. En resumen, la creencia de que los musulmanes quieres, de forma secreta, convertir a todo el país a golpe de espada y otros métodos violentos, es palpablemente endémica.
Existen también constantes alusiones a la influencia de fuerzas externas. En Myannmar pude escuchar como los Rojinyá eran acusados de ser herramientas de Pakistán y Arabia Saudí, mientras que en Palestina los manipuladores extranjeros son "Qatar e Irán". Por supuesto, hay parte de verdad en estas acusaciones, pero también es cierto que a los detractores de ambos grupos oprimidos les gusta insistir en este aspecto para desprestigiar sus demandas.Los que esgrimen dicha retórica –concretamente los monjes budistas extremistas y sus aliados ultranacionalistas– tienen una relación curiosamente similar con el Estado a la del gobierno de Netanyahu con los colonos judíos de los asentamientos ilegales de Cisjordania. Aunque es cierto que la semana que visité el país varios monasterios budistas fueron allanados por la policía para detener a varios monjes extremistas islamófobos, también pude visitar una escuela coránica ya cerrada, y que dos semanas antes había sido asaltada por monjes y nacionalistas sin que las fuerzas de seguridad o el parlamento hicieran nada para impedirlo.
Fue, no obstante, en cuanto a la tipología de crisis humanitaria donde los paralelismos entre Myanmar y Palestina son más obvios. Como los palestinos de Cisjordania y Gaza, los Rojinyá son, en la práctica, apátridas a los que se les ha negado la libertad de movimiento, y que han sido enviados a distintos campos de refugiados, tanto después de la escalada de violencia de 2012 como tras el resurgir de la misma a finales de 2016. Como ocurre con los pescadores palestinos de Gaza, los derechos de pesca de los Rojinyá les han sido arrebatados.
Varios observadores me contaron que preveían un devenir de dichos campos de refugiados semejante al de sus equivalentes palestinos. “¿Es esta la nueva Palestina?” “¿Son los Rojinyá los nuevos Palestinos?” Me preguntaban de manera retórica.Los Rojinyá se han visto ya atrapados en estos campos durante cinco años, y existe una sensación generalizada de que tal vez deban permanecer otros tantos, quizás una década, o incluso tanto como los propios palestinos.
Hay además otro terrible paralelismo: la completa indiferencia de la comunidad internacional. No se habla de una intervención militar y la propuesta de una intervención de los Cascos Azules de la ONU es generalmente ignorada o, simplemente, no tomada en serio. “Esto no es un Estado fallido”, declara Naciones Unidas a la vez que cita la necesidad de colaborar con el gobierno birmano –el mismo gobierno que está detrás del proceso de limpieza étnica– como razón suficiente para no hacer nada para ayudar a los Rojinyá.
Actualmente, la mayor parte del estado de Rakhine se encuentra acordonado por el ejército, y si hubiera un proceso de limpieza étnica o un genocidio nadie se daría cuenta hasta que fuera demasiado tarde –algo que, por supuesto, le vendría muy bien al gobierno de Myanmar–.
Quizá, los ultranacionalistas birmanos hayan observado la indiferencia que mantiene la “comunidad internacional” ante los abusos contra los musulmanes palestinos –y por qué no decirlo, cristianos también– y sepan que probablemente podrán salirse con la suya tras cometer muchas más atrocidades contra los Rojinyá.
Existen, en definitiva, muchas posibilidades de que el expansionismo del colonialismo sionista –que no ve lugar para la existencia de un Estado palestino– haya alentado a otros estados involucrados en –o testigos de– otros procesos de limpieza étnica, inspirados por la impunidad con que actúa Israel. Si esto es verdad –y ciertamente así lo parece– qué curioso legado el del Estado sionista, fundado en teoría para proteger a una minoría, la judía, y que a lo largo de la historia se ha convertido en una inspiración para los opresores que pretenden destruir a otras minorías. La ironía está clara aquí, pero sin duda alguna no será captada entre los responsables políticos de Tel Aviv ni entre sus aliados occidentales.