Un viejo dicho dice: “Ten cuidado con lo que deseas, pues podría hacerse realidad”. Este ha sido el dilema de Israel desde el mismísimo comienzo de su historia como Estado.
El movimiento sionista, que organizó su primera conferencia en Basilea, Suiza, hace ya más de 120 años, quería Palestina, pero sin los palestinos. Consiguieron este objetivo 50 años después, en lo que Israel llama “la guerra de independencia”.
Fue entonces, entre 1947 y 1948, cuando la patria palestina fue conquistada, y cuando millones de palestinos fueron cruelmente expulsados de sus tierras tras una desgarradora guerra y numerosas masacres. Dicha dinámica no se produjo cuando el resto de Palestina fue ocupada durante la guerra de 1967.
Ali Jarbawi, profesor de ciencias políticas en la universidad palestina de Birzeit, cuenta a The Economist como los palestinos fueron “afortunados” al ser derrotados tan “fácil y masivamente”. La rapidez en la sucesión de los eventos hizo muy difícil a los israelíes limpiar étnicamente Jerusalén Este, Cisjordania y Gaza como lo había hecho en 1948, durante lo que los palestinos denominan la Nakba –la catastrófica pérdida de su patria.
Bueno, quizás “afortunados” sea algo exagerado, teniendo en cuenta que los últimos 50 años han supuesto una infinidad de sufrimiento para los palestinos que han vivido bajo la ocupación. Ha sido un período en el cual el derecho internacional ha sido sistemáticamente violado por Israel. Ha sido un período en el cual los palestinos han desarrollado sus métodos de resistencia, pacíficamente la mayor parte del tiempo, pero de manera violenta en algunas ocasiones. El precio a pagar ha sido, en definitiva, terriblemente alto.
Esta realidad resultante llevó al analista israelí Gideon Levy a declarar recientemente en un artículo de Haaretz que en el “terrible verano de 1967” Israel “ganó una guerra y lo perdió casi todo”. La pérdida a la que se refiere Levy no es material. “Un Estado que celebra 50 años de ocupación es un Estado que ha perdido el rumbo, así como la capacidad para distinguir el bien del mal”.
La pérdida para los palestinos, no obstante, fue mucho mayor. Vieron como los ejércitos árabes eran totalmente derrotados o simplemente replegados de sus posiciones, entregando Jerusalén sin prácticamente oponer resistencia.
Además, la derrota trajo vergüenza, y también la consciencia de que los palestinos debían ocupar el centro del tablero para recuperar su tierra. La guerra de 1967 hizo que llegaran a esta conclusión prácticamente por inercia.
En la mañana del 5 de junio de 1967, la fuerza aérea egipcia fue totalmente destruida, cuando los aviones seguían en las pistas de despegue. En las siguientes 24 horas le seguirían las fuerzas aéreas de Jordania y de Siria.
Hacia el 7 de junio, Jordania había entregado Jerusalén y el resto de Cisjordania.
Hacia el 10 de junio, Israel había capturado la Franja de Gaza y la Península del Sinaí al completo, desde el Canal de Suez hasta Sharm el-Sheij.
Siria se vio obligada a entregar los valiosos –tanto a nivel económico como estratégico–, Altos del Golán.
Gracias al apoyo de EE.UU. y otros aliados occidentales, la victoria de Israel sobre los árabes resonó por todo el mundo. En pocos días, Israel ocupó tres veces más territorio del que había conquistado en 1948.
Mientras que los palestinos experimentaron una nueva “Nakba” a raíz de la ocupación israelí de Jerusalén Este, Cisjordania y Gaza, Israel celebraba la “liberación” de Jerusalén y la recuperación de los territorios bíblicos de “Judea y Samaria”.
En Israel, y en el resto del mundo, el nacionalismo judío tomó un nuevo significado. Había nacido el “ejército invencible de Israel”, y hasta los judíos más cínicos comenzaron a ver Israel de manera diferente, como un Estado victorioso, en su día parte de una estratagema colonial, convertido ahora en un poder regional –o incluso internacional–, en el que reconocerse.
Mucho había cambiado repentinamente durante estos cortos, pero dolorosos, días de guerra. El ya existente problema de los refugiados fue exacerbado, al añadirse a la lista 400.000 nuevos exiliados palestinos.
La respuesta internacional a la guerra no fue muy prometedora. El Consejo de Seguridad de Naciones Unidas adoptó la resolución 242, el 22 de noviembre de 1967, reflejando el deseo de la administración Johnson de capitalizar el nuevo status quo, proponiendo una retirada de Israel de los “territorios ocupados” a cambio de la normalización de relaciones con los estados árabes.
El resto es historia, una historia agónica concretamente. Israel no ha dejado de reforzar su ocupación desde entonces, construyendo cientos de asentamientos ilegales y no ha implementado ni una sola resolución de la ONU relativa a la ocupación o a previas violaciones del derecho internacional.
El consenso de Washington respecto a la cuestión palestina no considera otra alternativa para la resolución del conflicto que no sea la de los dos Estados, considera la resistencia armada como una forma de terrorismo y ve el derecho al retorno de los refugiados como poco realista.
Los palestinos que se atreven a salir del marco establecido de este paradigma “aceptable” se ven condenados al ostracismo, boicoteados y forzados a cambiar su posición.
Pero lo cierto es que la guerra también reforzó el sentimiento de nación de los palestinos. Antes de la guerra, el pueblo palestino se encontraba dividido identitariamente entre aquellos que permanecían en sus tierra ancestrales –lo que luego se llamó Israel–, los que habitaban Cisjordania y la parte de Jerusalén bajo administración jordana, y los que pobladores de la Franja de Gaza, bajo administración egipcia. De hecho la identidad nacional palestina se encontraba hecha trizas.
La guerra de 1967 unió a los palestinos, aunque bajo el control político y militar de Israel. En pocos años, el movimiento nacional palestino se encontraba de nuevo en auge y sus líderes –la mayor parte de ellos intelectuales de las diferentes regiones palestinas– fueron capaces de articular un nuevo discurso nacional que prevalece hasta nuestros días.
El 7 de junio de 1967, cuando el primer ministro israelí de por aquel entonces, Levi Eshkol, supo que Jerusalén había sido capturada, lanzó su famosa frase: “ Se nos ha dado una buena dote, pero que viene con una novia que no nos gusta”. La “dote” era la ciudad de Jerusalén y, por supuesto, la “novia” eran los palestinos que la habitaban. Desde entonces, la novia repudiada ha sido encadenada y ha sufrido abusos, y aún así, después de 50 años de maltratos su espíritu sigue vivo.
Y por ello, existe una brizna de esperanza. Ahora que Israel, rico y poderoso, tiene el control sobre toda la Palestina histórica, también tiene bajo su mando a una población árabe casi del mismo tamaño que la población judía que habita el mismo territorio.
La tierra está siendo ya compartida por dos pueblos, pero con normas completamente distintas. Los judíos son gobernados por un sistema democrático prácticamente diseñado para ellos, y los palestinos subsisten bajo un régimen de apartheid diseñado para mantenerlos marginados, oprimidos y sometidos a la ocupación.
50 años después, es evidente que las soluciones militares al conflicto han fallado y que el sistema de apartheid solo puede empeorar la contienda, traer más dolor y miseria, pero nunca la paz.
La guerra de 1967 representa la lección de que la guerra nunca es la respuesta, y que un futuro compartido es posible si todas las partes aceptan que una ocupación violenta no puede nunca traer una paz justa. Solo un sistema de coexistencia basado en la igualdad de derechos para todos lo conseguirá.