Dos agentes me sacaron de entre la multitud en el aeropuerto internacional de Seattle-Tacoma. Parecían saber quién era. Me pidieron que les siguiera. A veces ser de origen árabe hace que la ciudadanía de uno sea totalmente irrelevante. En una habitación a parte –donde otros extranjeros, la mayoría musulmanes, habían sido retenidos como medida de “seguridad adicional”– fui interrogado acerca de política, de mi ideología, lo que había escrito, mis hijos, mis amigos y mis difuntos padres palestinos. Mientras tanto, un agente cogió mi mochila y todos mis papeles, incluidos recibos, tarjetas y todo. Yo no protesté. Estoy acostumbrado a este tratamiento y a los interrogatorios que simplemente intento contener mis emociones y responder a las preguntas de la mejor forma posible.
MI primer interrogatorio tuvo lugar poco después de los ataques del 11 de septiembre de 2001, cuando todos los musulmanes y árabes del mundo se convirtieron, y así siguen, en sospechosos. “¿Por qué odias a nuestro presidente?” me preguntaron una vez, haciendo referencia Bush. En una ocasión distinta, estuve retenido en una habitación durante horas en el aeropuerto internacional JFK por tener un recibo que revelaba el pecado mortal de haber comido en un restaurante de Londres en el que servían comida Halal. También fui interrogado en la oficina fronteriza de EE.UU. con Canadá, donde fui obligado a rellenar una serie de documentos respecto a mi viaje a Turquía, donde había dado una conferencia y realizado diversas entrevistas.
Una de las preguntas que me hacen frecuentemente es esta: “¿Cuál es el propósito de su visita a este país?”. El hecho de que sea un ciudadano estadounidense, con educación superior, una casa en propiedad, familia, que pago mis impuestos y que obedezco la ley y contribuyo a la sociedad de muchas maneras distintas, no es una respuesta suficiente. Sigo siendo un árabe, un árabe y un disidente, todo ello pecados imperdonables en los nuevos y cambiantes EE.UU.. Sinceramente, nunca me hice ilusiones acerca de la supuesta superioridad moral del país que me adoptó. Crecí en un campo de refugiados palestino, en Gaza, y he sido testigo, de primera mano, del daño incalculable que ha sufrido mi pueblo como resultado del apoyo político y militar de EE.UU. a Israel.
Dentro del amplio mundo árabe, la política exterior de EE.UU. es bien conocida. La invasión y la destrucción de Iraq en 2003 no fue sino la culminación de décadas de políticas corruptas y violentas de EE.UU. en el mundo árabe. Pero cuando llegué a EE.UU. en 1994, también encontré otro país, mucho más amable y abierto que el representado –o mal representado– en su política exterior. Aunque siempre he aceptado mis raíces árabes y palestinas, en mi nuevo hogar he vivido e interactuado con un más que notable número de personas afines.
Aunque he sido muy influenciado por mis orígenes árabes, mis actuales ideas políticas y los discursos mismos a través de los cuales entiendo y me comunico con el mundo han sido enormemente determinados por pensadores estadounidenses, intelectuales disidentes y políticos rebeldes. No es una exageración decir que me convertí en parte del espíritu de la época al que muchos intelectuales estadounidenses se adhieren.
Ciertamente, los sentimientos contra los árabes y los musulmanes en los EE.UU. han estado presentes durante generaciones, pero sin duda han aumentado enormemente en las últimas dos décadas. Árabes y musulmanes se han convertido en un sencillo chivo expiatorio para todas las guerras fallidas de EE.UU. y sus represalias.
Las amenazas terroristas han sido exageradas más allá de lo creíble para manipular a una aterrorizada, y cada vez más pobre, población. El nivel de amenaza ha sido clasificado por colores, y cada vez que el color se acerca al rojo, el país olvida todas sus reivindicaciones, luchas por la igualdad, el trabajo y la salud, y se une en su odio hacia los musulmanes, gente a la que nunca han conocido.
Importó muy poco que, desde el 11 de septiembre, las posibilidades de morir en un ataque terrorista son de 1 entre 110.000.000, un número extremadamente pequeño comparado con los millones de muertos resultado de diabetes, por ejemplo, o incluso de ataques de tiburón.
El “terrorismo” ha pasado de ser un fenómeno violento que requiere de debate nacional y políticas de sensibilización a ser el hombre del saco que lleva a todo el mundo al conformismo, y que divide a aquellos que son dóciles y obedientes, por un lado, y a los “radicales” sospechosos, por el otro. Pero culpar a los musulmanes del declive del imperio de EE.UU. no es efectivo y tampoco honesto. La Economic Intelligence Unit, degradó recientemente a EE.UU. de “democracia plena” a “democracia defectuosa”.
https://twitter.com/TheEIU/status/824064307235328000/photo/1
Ni los musulmanes ni el islam tuvieron anda que ver con ello.El tamaño de la economía china pronto superará a la de EE.UU., y el poderoso país asiático está ya rugiendo, expandiendo su influencia en el Pacífico y más allá. Los musulmanes tampoco son los responsables. Tampoco son responsables de la muerte del sueño americano, si es que existió alguna vez, ni de la elección de Donald trump, ni de las prácticas mafiosas y corruptas de las élites estadounidenses y de los partidos políticos.
No fueron los árabes ni los musulmanes los que embaucaron a EE.UU. para que invadiera Irak, donde millones de árabes y musulmanes perdieron sus vidas como resultado de una descontrolada aventura militar. De hecho, los árabes y los musulmanes son de lejos las principales víctimas del terrorismo, ya sea del financiado por el Estado o del protagonizado por grupos infames y desesperados como Al-Qaeda o el Dáesh. Estadounidenses, los musulmanes no son vuestro enemigo. Nunca lo han sido. Vuestro verdadero enemigo es el conformismo.
“En esta época, el mero ejemplo del inconformismo, el mero rechazo a doblegar la rodilla ante las tradiciones, es en sí mismo, una ayuda”, escribió John Stuart Mill en “Sobre la libertad”. El filósofo inglés tuvo un gran impacto en el liberalismo estadounidense. Leí su famoso libro poco tiempo después de llegar a EE.UU, me tomó tiempo darme cuenta que muchas veces lo que aprendemos en los libros contradice la realidad.
En vez de eso, ahora vivimos en la “era de la impunidad”, según Tom Engelhardt. En un artículo de 2014, publicado en el Huffington Post, escribió: “para el Estado de seguridad nacional estadounidense, esta es la era de la impunidad. Todo lo que hace –torturar, secuestrar, asesinar, vigilar ilegalmente– jamás será denunciado ante la justicia”. Aquellos que “rinden cuentas” son informadores y disidentes políticos que se atreven a cuestionar al gobierno y educar a sus semejantes en la naturaleza antidemocrática de estas prácticas opresivas. Permanecer en silencio no es una opción. Es una forma de derrotismo que debería ser considerado tan destructivo como amordazar a la democracia.
“Uno tiene la obligación moral de desobedecer las leyes injustas”, escribió el Doctor Martin Luther King Jr. Prohibir a ciudadanos de países musulmanes viajar a los EE.UU, es un acto de inmoralidad e injusticia. Tristemente, muchos estadounidenses han dicho ya que este tipo de medidas discriminatorias les hacen sentir más seguros, lo que no es más que una prueba de cómo el gobierno y los medios manipulan su consentimiento para conseguir lo que desean.
Leer: La Tierra (no) es plana: el “trumpismo” como síntoma de décadas de arrogancia imperialista
EE.UU. está cambiando muy rápido, y ciertamente no en la dirección adecuada. Archivar todos los problemas reales y centrar el foco en perseguir, demonizar y humillar a hombres y mujeres de piel oscura no es, sin duda, la vía para salir del atolladero económico, político y de política exterior en el que las élites estadounidenses han metido al país entero.
“Si la libertad sigue significando algo, significa tener el derecho a decirle a la gente lo que no quieren oir”, escribió George Orwell. No importa lo que cueste, pero debemos seguir la sabiduría orwelliana, incluso cuando el número de personas que se niegan a oír ha aumentado exponencialmente, y los márgenes para el disenso se han estrechado más que nunca.