“Empezaré con las buenas noticias”, anunció Christine Lagarde, del Fondo Monetario Internacional (FMI), en la Conferencia de Desarrollo Económico de Egipto en 2015, en la que se esbozó el plan del presidente Abdel Fattah Al-Sisi para la reforma económica. “El camino hacia un mayor crecimiento ya ha comenzado.”
Cualquiera pensaría lo contrario cuando, en marzo de este año, cientos de egipcios se echaron a las calles del país para protestar por el cambio en la distribución de las raciones de pan. “Sufrimos precios muy altos”, cuenta a Reuters Samia Darwish, una ama de casa de 50 años de Alejandría. “No nos queda nada con lo que vivir más que pan, y ahora el gobierno quiere privarnos de ello.”
Estas protestas fueron un indicador de la naturaleza inestable de la economía egipcia, tras el acuerdo de préstamo de 12.000 millones de dólares con el FMI, firmado en septiembre de 2015, cuyos primeros 4.000 millones de dólares fueron recibidos el mes pasado. A medida que la moneda del país cae y la inflación se dispara, muchos esperaban la llegada de fondos que prometía ayudar a estabilizar las finanzas de Egipto.
En anticipación del acuerdo en 2015, Lagarde dijo que el FMI reconocía “los sacrificios y las dificultades a las que se enfrentan muchos ciudadanos egipcios”, y habló positivamente sobre la participación del fondo en la lucha contra la pobreza extrema.
Quizás sus palabras podrían haber justificado la esperanza, si el FMI y el Banco Mundial no hubiesen prometido una y otra vez la prosperidad sin hacer ningún progreso visible. Estas declaraciones se han vuelto comunes en la retórica de las instituciones financieros globales; sin embargo, siguen siendo reacias a admitir que sus planes son la raíz de los desafíos económicos a los que se enfrenta hoy Egipto.
Historia de dos acreedores
Es sorprendente la medida en la que la actual situación de Egipto es similar a la de finales de los años 70. Al igual que hoy en día, las políticas de liberación económica que formaban parte del programa infitah del presidente Anwar Sadat, que resultaron en grandes deudas, fueron seguidas por recortes en los subsidios a los alimentos más básicos, en un intento de reducir el gasto estatal y apaciguar al Banco Mundial. A medida que los precios subían un 50%, los disturbios se apoderaron del país; 79 personas murieron en enfrentamientos callejeros y más de 1.000 fueron detenidas. Sadat fue obligado a retirar su decisión, pero la recesión llegó menos de una década después, debilitando aún más la economía del país.
No fue hasta la era de Mubarak en los 80 que el FMI y el Banco Mundial, habiendo cancelado numerosas deudas, dieron un paso adelante y alegaron mostrar a Egipto la luz al final del túnel de sus problemas económicos. Prometiendo ayuda y prosperidad, firmaron acuerdos de préstamo con políticas económicas condicionales, un programa denominado “ajuste estructural”. En 1991 se firmó el acuerdo de Egipto de ERSAP (Programa de Reforma Económica y Ajuste Estructural) y, desde entonces, el país ha seguido una serie de políticas de liberalización financiera, vinculadas a las demandas de sus acreedores globales.
Motivadas por la visión neoliberal de prosperidad económica denominada el “Consenso de Washington”, las instituciones prescribieron varias políticas que se suponía que liberarían la economía de forma sostenible. Como tal, el acuerdo obligó a Egipto y a otros países en desarrollo a devaluar sus monedas para aumentar la competitividad de sus exportaciones, desregular sus sistemas financieros para atraer al capital extranjero, privatizar las corporaciones estatales para generar nuevos ingresos, reducir las tarifas para liberalizar el comercio y recortar el gasto público para reducir el déficit presupuestario.
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Es importante señalar que las prescripciones antes mencionadas no son inherentemente defectuosas. La idea de que las corporaciones privadas son más eficientes que el Estado a la hora de asignar recursos y de que la inversión privada es más productiva que la pública son teorías basadas en pruebas. Un déficit presupuestario bajo y un alto historial de exportación también son útiles para mantener finanzas estatales fuertes y estables.Sin embargo, en los 80 y los 90, la escala, la velocidad y la intensidad de las políticas implementadas no fueron adecuadas para los países en desarrollos, acostumbrados a la presencia del Estado, como había hecho el presidente Gamal Abdel Nasser en Egipto. Grandes economistas como el ganador del premio Nobel Joseph Stiglitz han criticado el enfoque de “talla única” de las políticas prescritas, que no tiene en cuenta los detalles de los países a los que se aplican. Mientras tanto, la búsqueda singular de beneficio sobre otros objetivos sociales dejó de lado los programas de bienestar, ya que se dio énfasis a la reducción de los controles de precio y subsidios.
Sobre el papel, Egipto tiene una historia de éxito. Se le atribuyó el inicio de los mercados capitales y la privatización de más de un tercio de su sector público entre 1996 y 1997. A mitad de los 2000, registraba constantemente altos niveles de crecimiento en un 7%, y alcanzaba nuevos niveles de inversión extranjera.
Sin embargo, dentro de Egipto, había pocos síntomas de crecimiento que se tradujesen en prosperidad para los ciudadanos comunes. La inversión extranjera se concentró en gran medida en los sectores de finanzas y gas, lo cual no creo empleo. En 1996, tras unas extensas privatizaciones, las condiciones de los trabajadores empeoraron, ya que el paro creció y los salarios bajaron. Desde 2004, muchos egipcios participaron en huelgas generalizadas en todo el país que duraron años. El porcentaje de la población que vivía con menos de 2 dólares al día – la línea oficial de pobreza – subió desde el 21% en 1990 al 44% casi dos décadas después. En un clásico ejemplo de desarrollo capitalista, los pobres se hicieron más pobres y los ricos, más ricos.
Las políticas sucias tampoco permitieron que los ciudadanos comunes se beneficiaran del potencial de su país. Los ejemplos de esta corrupción son abundantes, como cuando EE.UU. posicionó en los 90 como primer ministro a Kamal Ganzouri, neoliberal y partidario del mercado libre; o las ventas de gas de Egipto a Israel a precios inferiores a los del mercado en 2005, que costaron al país más de 700 millones de dólares en pérdidas.
Esta desigualdad sólo se vio exacerbada por la crisis financiera de 2008, ya que las tasas de crecimiento e inversión disminuyeron y aumentó la deuda nacional. Los precios de los alimentos aumentaron en un tercio en agosto de 2008, y la población joven se vio obligada a vivir bajo condiciones aún más duras.
La Revolución de 2011: Ya es suficiente
En 2011, el país estaba a punto de estallar. Después de años de espera por la prosperidad prometida, no fue de extrañar que Muhammad Bouazizi se prendiese fuego en Túnez ante la impotencia de no poder mantener a su familia. El eco de su protesta se sintió en Egipto. La gente salió a las calles pidiendo la liberación del autócrata que llevaba más de 30 años dominándoles, y también “Pan, Libertad y Justicia Social”.
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Desde la expulsión del presidente de los Hermanos Musulmanes, Mohamed Morsi, en 2013, el país sólo ha empeorado su situación económica, ya que la lucha política disuade a los turistas y a la inversión extranjera. Hoy en día, la deuda pública de Egipto se sitúa en el 98% del PIB, con un déficit presupuestario de 11.000 millones de dólares. Sus reclamaciones de reservas por valor de unos 36.000 millones de dólares no son más que donaciones por parte de Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos. Se estima que un 27,8% de la población vive por debajo de la línea de pobreza.
En noviembre, en un intento de apaciguar a las instituciones financieras, el gobierno de Sisi hizo flotar la moneda del país, lo que causó la depreciación de su valor a la mitad, provocando el mayor nivel de inflación desde 1986, con un asombroso 33%. El gobierno también introdujo por primera vez el IVA, aumentando el costo de innumerables bienes; simultáneamente, recortó los subsidios estatales al combustible y la electricidad.
Un bucle de estancamiento
En esta historia, podemos ver que Egipto casi ha completado el círculo; su situación de hoy se acerca peligrosamente a la de después de los disturbios por el pan de los años 70. Los años de liberalización económica no protegieron a Egipto durante los años de supuesta prosperidad, y tampoco evitaron que cayera más bajo que nunca cuando se enfrentaron a cambios financieros y políticos.
Sin embargo, cuando Egipto vuelve de nuevo a dirigirse al FMI, ¿qué políticas se recomiendan en este acuerdo? No es de extrañar que sigan la misma fórmula que ha contribuido a la fragilidad de Egipto durante más de tres décadas: la devaluación de la libra, la privatización, la liberalización y los recortes estatales en bienestar.
En respuesta a las alegaciones del fracaso de estas políticas, el FMI y el Banco Mundial afirman que se debe a una liberalización insuficiente. Argumentan que la renuencia del gobierno a liberalizar al ritmo recomendado ha afectado a la efectividad de las políticas, a pesar de que Egipto se adhirió a las prescripciones a expensas de sus ciudadanos. Mientras que los autores del FMI insisten en la importancia del capital humano para el futuro crecimiento económico, sus propias estadísticas demuestran una escasez de tales inversiones.
Los políticos egipcios harían bien en recordar el pasado cuando consideren cómo asegurar el futuro. Es hora de que reconozcan que las recomendaciones de las instituciones financieras globales no suelen beneficiarles, y, a menudo, se basan en una comprensión defectuosa del progreso dentro de una economía capitalista.
El pueblo egipcio merece algo mejor que un sistema que les obliga a esperar pasivamente a la promesa de la riqueza, mientras que esta permanece en las manos de magnates y autócratas. Deberían considerar las estrategias de desarrollo alternativas planteadas por Asia oriental y el resto del mundo, en lugar de condenarse a sí mismos a la esclavitud económica.