Rex Tillerson, Secretario de Estado estadounidense, visitó el pasado fin de semana Oriente Medio con dos simples objetivos – involucrar a Irak en el eje regional de EEUU contra Irak y persuadir a Arabia Saudí para que ponga fin a su bloqueo sobre Qatar. No logró ninguno.
Apenas se había resuelto la captura de la capital de facto del Daesh; Raqqa, que supuso un gran triunfo para Washington y la coalición que ha formado en la región. Aunque la mayoría de los soldados pertenecen a fuerzas locales, sin la ayuda estadounidense, el grupo islamista aún dominaría grandes áreas de la región. Sus primeras victorias en 2014 golpearon duramente a las autoridades de Bagdad y Riad en particular – pero ahora que está contra las cuerdas, ningún gobierno quiere que Estados Unidos le mande.
Los miembros de los gobiernos de Trump y Obama pueden ser reacios a admitirlo, pero, en los últimos años, ambos han tomado un enfoque similar en la política de Oriente Medio. Ocasionalmente llamada “ISIS primero”, priorizó siempre la derrota del grupo. Era una postura razonable, y – aunque aún hay remanentes del Daesh – ha demostrado ser eficaz.
EL problema es la poca claridad sobre lo que definirá ahora la política estadounidense en Oriente Medio. Sin un solo principio guía, hay riesgo de que se desmorone por completo un enfoque que ya es conflictivo.
En algunos aspectos, esto ya está sucediendo. Tras haber disminuido la amenaza del Daesh, la incómoda alianza de Washington con el gobierno de Bagdad – dominado por los chiitas y aliado con Irán – y las muchas entidades políticas del Kurdistán iraquí se ha deteriorado a una gran velocidad. Al referéndum de independencia kurdo del mes pasado le siguió un avance del gobierno iraquí hacia las áreas ricas en petróleo cercanas a la ciudad kurda de Kirkuk. Por gran parte de la semana pasada, las fuerzas kurdas e iraquíes – ambas financiadas y equipadas por EEUU, y, hasta hace poco, aliadas en la violenta batalla de Mosul – han puesto el cuchillo en el cuello de la otra.
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En el resto de la región, la histórica rivalidad entre sunníes y chiíes se complica. En Siria, Irán y Rusia han conseguido salvar al régimen de Bashar Al-Assad. Washington parece haberlo aceptado como el precio a pagar por la estabilidad y la derrota del Daesh, dando carta blanca a Arabia Saudí para desarrollar su propia guerra en Yemen contra los hutíes rebeldes, aliados con Teherán.
Con un Daesh debilitado, la Casa Blanca de Trump pretende enfrentarse a Irán para evitar que crezca su influencia regional. Las declaraciones de Trump del 13 de octubre de que no volvería a certificar el acuerdo nuclear negociado por la administración previa fueron la señal más clara hasta el momento, seguidas de cerca por las nuevas sanciones impuestas contra la Guardia Revolucionaria iraní, que EEUU considera alentadora del terrorismo.
Sin embargo, en Irán, Washington tiene pocas posibilidades realistas de lograr la coalición que formó contra el Daesh. Los aliados de EEUU siguen muy divididos sobre el enfoque respecto a Teherán, mientras que los Estados europeos son reacios a romper el acuerdo nuclear, también firmado por Moscú y Pekín.
Los Estados del Golfo no son para nada una coalición unificada. El bloqueo saudí y emiratí de Qatar sigue en pie, colocando a Estados Unidos – que tiene importantes bases militares en los tres países – en una posición incómoda y difícil de remediar.
El conflicto entre Qatar y sus vecinos, enfurecidos por su apoyo a grupos como los Hermanos Musulmanes, podría superar a las capacidades de Washington. Sin embargo, en todo caso, era aún menos probable que Tillerson lograra el otro objetivo de su visita; enfrentar al gobierno iraquí con Teherán.
En cuanto a la derrota del Daesh, Bagdad ha sido tan dependiente de las milicias chiitas iraníes como de Washington o de los kurdos. La petición de Tillerson de que las milicias regresen a Irán parece particularmente irracional – sobre todo porque muchos de sus miembros son iraquíes chiíes autóctonos.
La visita de Tillerson corre el riesgo de reforzar una narrativa que ha crecido con fuerza desde la administración de Obama – de que EEUU tiene menos control que nunca sobre los tradicionales aliados y enemigos, particularmente ahora que piensan que pueden recurrir a alternativas como la Rusia de Vladimir Putin. Bajo el gobierno de Tayyip Erdogan, Turquía – aliado de EEUU desde finales del siglo XIX – es cada vez más hostil, el gobierno militar de Egipto también está cada vez más interesado en afirmar su independencia, aunque aún recibe grandes cantidades de ayuda estadounidense.
La relación con Israel es algo mejor con Trump que con Obama, pero sigue siendo mucho más flexible que en las últimas décadas. Trump ha enviado señales mezcladas sobre la solución de dos Estados para el conflicto israelí-palestino; ha sugerido – aunque no ha actuado – desplazar la embajada estadounidense desde Tel Aviv a Jerusalén; e inquietó a los israelíes después de que surgieran informes que sugerían que Trump difundió información clasificada – proporcionada por Israel – sobre el Daesh al ministro de Exteriores ruso. La preocupación israelí sobre la creciente influencia de Irán y sobre la impredecible administración de Estados Unidos hacen probable que el Estado judío intensifique su diplomacia regional, sobre todo en los Estados del Golfo.
Es una paradoja que sucede mientras la exitosa coalición contra el Daesh – una coalición que dependía, en gran medida, de EEUU, y que quizá ningún otro país hubiese podido crear así. En contraste con la intervención unilateral de EEUU en Irak, Washington hizo lo posible por trabajar con aliados regionales, y ha demostrado de ser efectivo. La ironía no se limita a Oriente Medio. En Filipinas, el presidente Rodrigo Duterte celebra una victoria con ayuda estadounidense contra el Daesh en la ciudad de Marawi.
La ayuda militar de EEUU seguirá en pie. El Daesh no ha desaparecido, y seguirá atacando. Todavía puede aprovechar nuevos refugios en partes de Libia y Afganistán. La gran batalla contra la militancia inspirada por al-Qaeda continuará, y con ayuda militar y coordinación estadounidense.
Sin embargo, tras más de una década de guerra y fracasos, puede que el entusiasmo de Estados Unidos en intentar reformar Oriente Medio se esté agotando. Pero, aunque no sea el caso, la voluntad de los habitantes de la región a escuchar también se acaba.