La Declaración Balfour, que celebra su centenario esta semana, es parte del presente de Palestina. Se impone casi todos los días sobre todos los aspectos de la vida. Y no es la única continuidad histórica. Las leyes de emergencia que Israel utiliza para justificar su conquista ilegal de la Cisjordania palestina pueden remontarse a la era del Mandato Británico. De la misma forma, las acciones de antiguos primeros ministros israelíes como David Ben-Gurion, Menachem Begin y Yitzhak Rabin guardan cierto parecido con los antedecentes imperiales. Cuando Rabin urgió a los soldados israelíes que “rompieran los huesos” de los manifestantes palestinos, invocó un artículo colonial establecido de fe, reproducido por todo el mundo en contextos coloniales, que sostiene que “los nativos sólo entienden la fuerza”. Esto se consideró igual de “verdadero” en 1936 – cuando las unidades judías ayudaron a reprimir la Revuelta Árabe – y en 1987, cuando Rabin pronunció su infame directiva hacia los soldados israelíes.
Creo que la Declaración Balfour no representó un desafortunado exceso o error de juicio por parte del gobierno británico; por el contrario, dice mucho de una mentalidad imperial más general. Los diferentes aspectos de esta mentalidad se aluden con tres partes del documento. Primero, establece claramente atributos de superioridad e inferioridad. Mientras que esta distinción habría sido previamente justificada con referencia a la terminología rigurosa de la teoría racial, ahora, en virtud de tendencias y sensibilidades modernas, es más probable que se articule en los tonos más agradables y reconfortantes de la teoría del desarrollo. En segundo lugar, se puede ver que la atribución de Balfour de un estatus inferior ha precedido y legitimado la marginalización política del grupo “inferior”. Por último, esta carta se presentó como parte de una misión, deber u obligación histórica.
Existe una clara superposición con el ejército del poder imperial en el contexto contemporáneo, que atestigua la perpetuación y la perseverancia de la mentalidad imperialista. La implementación práctica de los Acuerdos de Oslo, a pesar del compromiso final de mantener la condición de igualdad, evidenciaba una serie de jerarquías; los patrocinadores del “proceso de paz” han favorecido constantemente el compromiso basado en la élite y han priorizado conscientemente los intereses de seguridad de Israel por encima de la necesidad de los palestinos de responsabilidades y participación política; y, en el periodo contemporáneo, los oficiales del gobierno estadounidense han intentado varias veces enmarcar su compromiso con el conflicto Israel-Palestina en términos de deber histórico propio.
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Cada aspecto de la mentalidad imperialista – la inferioridad atribuida al pueblo oprimido, la supuesta aceptación de su marginación y la certidumbre moral del poder imperial – se afirma con la brevedad de la Declaración Balfour. Con tan sólo unas pocas líneas, Arthur Balfour, el entonces secretario de Exteriores británico, dictó el destino de un pueblo. Si nos sorprende la arrogancia de este gesto, esto testifica un defecto por nuestra parte, una incapacidad de ajustar nuestra perspectiva a las demandas del poder imperialista. Desde ahí, todo aparece poco detallado, como un ítem a ser subordinado o manipulado. La historia humana parece ser una continua elaboración de esto, sólo interrumpida por momentos de negación o resistencia.
Esta perspectiva no se define por su amplitud o alcance, sino por su sentido de limitación. Mientras que, normalmente, la visión sería algo a lo que aspirar, el poder imperial prioriza un criterio muy distinto. Se produce una “ceguera voluntaria.” Los gobernantes del Mandato Británico demostraron este atributo cuando ignoraron las inconvenientes conclusiones de la Comisión Palin y de la Comisión Haycraft, que sostenían que las actividades sionistas habían provocado un conflicto político en Palestina. Apenas se requería que las comisiones establecieran este hecho. De hecho, apenas se reconocía por parte de observadores como Sir Louis Bols, antiguo Administrador Jefe de Palestina, que una vez declaró que la Comisión Sionista “actúa como si fuese señor de Palestina”.
La perspectiva del poder imperial también requiere de una ceguera ante consecuencias a largo plazo. En algunos aspectos, esto es una demanda de arte de gobernar; la incertidumbre y la volatilidad del entorno internacional implica que los Estados deberían pensar y actuar a corto plazo. Los gobernadores imperiales pueden actuar, sabiendo que las consecuencias a largo plazo de sus actos no se predijeron. Apelar a los estándares convencionales de moral también parece infantil e iluso. No puede responsabilizarse a nadie, ya que el poder imperial se apoya en su propia justificación interna, y porque el tiempo separa la acción inicial de su consecuencia a largo plazo.
Por lo tanto, no podría responsabilizarse a nadie por el establecimiento de Balfour de la Agencia Judía, cuyas acciones ayudaron a establecer muchos de los precursores del Estado israelí. Entre estas dos etapas encontramos innumerables contingencias. Los observadores externos pueden ignorar el hecho de que la acción inicial se anticipó por una intención clara. La ambigüedad textual de la declaración – con un claro paralelismo con los Acuerdos de Oslo – también ocultó las intenciones del poder imperialista.
Además de una limitación de perspectivas y de la ambigüedad, la imparcialidad aparece como otro elemento táctico del poder imperial. En los casos en los que no es viable recurrir a la fuerza, el poder imperial se ve obligado a adoptar maniobras más sutiles. Esto no requiere un gran esfuerzo, ya que tiene práctica en el arte del engaño. Sin embargo, aun con estas habilidades, suelen adquirir un carácter estilizado o artificial. Como con toda actuación dramática, los críticos tienen que suspender su credibilidad y entregarse a las representaciones de lo que, a todos los efectos, parece ser una farsa. En 1917, los palestinos tuvieron que ignorar el hecho que el primer Alto Comisionado británico de Palestina, Herbert Samuel, fuera sionista; en 2017, los palestinos tienen que ignorar que Estados Unidos, el ingeniero de la paz entre Israel y Palestina, contribuye abiertamente a la represión de los derechos humanos de los palestinos.
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Las demostraciones visuales de poder – monumentos, estatuas y grandes edificios – representan un intento de desviar la atención del verdadero carácter del imperialismo. La perversidad de su versión es que sus administradores y adherentes se ven obligados a cumplir con las normas, convenciones y rituales que saben que son falsos. Los artículos de fe tampoco tienen fundamento. Por ejemplo, una convención es negar el carácter político del conflicto palestino-israelí. Por varias razones, las partes locales e internacionales han insistido justo en lo opuesto; en que es de carácter religioso, cultural o civil. Al describir a los palestinos como una “comunidad no judía”, la Declaración de Balfour les negó explícitamente su existencia y estatus político. Los partidarios contemporáneos del proyecto estatal de Palestina – prácticamente apolítico – siguen creyéndose la ilusión de que el crecimiento económico y el “desarrollo” harán crecer los derechos políticos de los palestinos.
Estas ilusiones se sostienen en la duplicidad y en el avance de las propuestas que los protagonistas del conflicto saben que son falsas. La ilusión del desarrollo económico; el fetiche del “buen gobierno” palestino y la “buena fe” de la comunidad internacional: toda proposición es, en algún punto, falsa o, al menos, muy cuestionable. No puede sostenerse en su propia lógica o en la verdad y, por lo tanto, debe situarse en relación a incentivos externos, como ayudas, concesiones comerciales o beneficios personales.
En cada una de sus contribuciones previas, el documento ha sugerido que el poder imperial otorga una clara continuidad que une el pasado con el presente. Sin embargo, es igual de probable que el poder imperial origine actos de resistencia. La Primera Intifada, que estalló 70 años después de la firma de la Declaración de Balfour, es un ejemplo. En mi opinión, puede entenderse como la inversión de la infame carta para el líder sionista Lord Rothschild. Esta interpretación puede justificarse con referencia a tres aspectos: se negó a aceptar el orden jerárquico integral en el sionismo y el poder colonial y basó su apelación a la justicia en los valores y principios universales; mientras que la Declaración de Balfour se definía por su exterioridad, la Intifada se originó desde las raíces locales; y, mientras que la declaración se originó con maquinaciones de las élites, la Intifada fue una iniciativa sostenida por los locales. Un análisis de los ecos contemporáneos del imperialismo debería, en este sentido, incorporar también temas de resistencia y rechazo.
En el periodo contemporáneo, los ecos del imperialismo se reflejaron cuando Theresa May, la actual primera ministra británica, insistió en que su invitación a cenar a su homólogo israelí Benjamin Netanyahu pretendía “marcar” y no “celebrar” la Declaración de Balfour. También se refleja en los miles de cartas que los niños palestinos han escrito a Downing Street, que, probablemente, nunca obtengan respuesta. En ambos sentidos, el poder imperial reitera (aunque apenas necesita reiterarlo) su capacidad de ser insensible e indiferente ante el sufrimiento humano.
A pesar de las afirmaciones anteriores, hace poco que May llamó al pueblo británico a unirse a ella en la “celebración” de Balfour. Les insulta al presuponer su ignorancia o indiferencia. Por desgracia, no aclaró si los británicos deberían enorgullecerse igual de las consecuencias más desconocidas del gran logro de su país. Estas consecuencias incluyen a niños nadando en las aguas residuales contaminadas de Gaza; a refugiados ahogados en el Mediterráneo; a hombres, mujeres y niños masacrados esparcidos por los campamentos de refugiados de Sabra y Shatila, en Líbano. Al poder imperialista no le conviene reconocerlas, pero permanecen presentes, en segundo plano.
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