En el mundo occidental, la reina Rania de Jordania es considerada una de las líderes más progresistas de la región árabe. Se describe a sí misma como “una madre y esposa con un trabajo diario muy ‘chulo’”, y sus cuentas de redes sociales – en las que tiene unos 27 millones de seguidoras, casi el triple que la población de su país – que incluyen desde fotos familiares e imágenes suyas junto a mujeres y niños en campamentos de refugiados.
Sin embargo, detrás de esta brillante imagen se esconde una realidad distinta para los ciudadanos jordanos. Para empezar, todo aquel que se atreva a criticar a la reina o a su marido, el rey Abdullah II, corre el riesgo de ser condenado a entre uno y tres años de prisión serún el artículo 195 del Código Penal. Cuando, en enero de 2017, un ex miembro del parlamento publicó un artículo en Facebook denunciando la corrupción y preguntándose si el rey conocía la situación, fue detenido por los servicios de inteligencia y acusado de “insultar al rey” y “difamar al régimen político”; esto último constituye un delito terrorista en Jordania.
Resulta alarmante que este ex parlamentario sea uno de las muchas voces discrepantes pacíficas que han sido víctimas del régimen represivo de Jordania, compuesto por la Dirección General de Inteligencia (GID) y el Tribunal de Seguridad Estatal (SSC), ambos bajo el estricto control del ejecutivo. La GID, conocida comúnmente como el mukhabarat, cuenta con un director nombrado directamente por el rey y se ocupa de llevar a cabo operaciones para “proteger la seguridad nacional”. Sin embargo, en la práctica, los servicios de inteligencia han estado tomando medidas represivas contra la disidencia mediante las detenciones arbitrarias y la tortura.
Aunque el GID no es una agencia de aplicación de la ley, detiene y traslada a sospechosos a su sede, donde son retenidos sin acceso al mundo exterior, sea este su abogado o su familia. Durante este tiempo, los detenidos son sometidos a torturas y obligados a hacer declaraciones auto incriminatorias, que luego se utilizan como única prueba en su contra en juicio. En 2015, el Comité de la ONU contra la Tortura denunció el “extendido” uso de esta práctica por parte de los servicios de inteligencia, e instó a Jordania que limitara el poder del GID.
No parece probable que las autoridades tomen medidas con ese fin, dado que, hasta el momento, el GID ha respondido negando tales críticas. De hecho, en su web, el GID afirma que esos informes son “exagerados”, que están “motivados políticamente” y que pretenden “herir la buena imagen y posición de Jordania en la comunidad internacional”.
Pero el GID no actúa solo. Su homólogo judicial, el Tribunal de Seguridad Estatal, forma parte de su maquinaria represiva. Su fiscal general es un oficial militar miembro del GID, y los jueces del SSC – dos del ejército y un civil – son nombrados por el primer ministro y pueden ser reemplazados en cualquier momento bajo decisión ejecutiva.
Varias organizaciones humanitarias de la ONU han llamado la atención en muchas ocasiones sobre la falta de independencia e imparcialidad de esta jurisdicción excepcional. El 9 de noviembre, tras revisar la situación de los derechos humanos en Jordania, el Comité por los Derechos Humanos de la ONU – un grupo de expertos independientes que evalúan la aplicación del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (PIDCP) en todo el mundo – publicó sus conclusiones, en las que pidió la abolición del SSC jordano. El Comité ya había llegado a esta conclusión antes, en 1994 y en 2010, pero las autoridades no han tomado ninguna medida.
El SSC depende de un marco legal defectuoso para procesar a aquellos que han ejercido su derecho a la libertad de expresión. Las víctimas se enfrentan a cargos de terrorismo, cuya definición se ha estirado a lo largo de los años hasta incluir actos de libertad de discurso.
En octubre de 2001, tras los atentados del 11S, el Código Penal se enmendó por primera vez para criminalizar actos de terrorismo. Fue entonces cuando se promulgó el artículo 149, que añadía a la lista de delitos como crimen terrorista cualquier acto que “anime a la contestación del sistema político” o “pretenda cambiar la estructura base de la sociedad”. Varios años después, en 2006, las autoridades promulgaron la “Prevención de Actos Terroristas” en respuesta a los atentados en el hotel de Amán en 2005. En 2014, la ley se extendió para incluir actos no violentos que pretendieran “causar caos en el orden público” o “perturbar las relaciones con un país extranjeros”, definiciones defectuosas y que dejan lugar a la interpretación.
Aunque los oficiales de Jordania afirman que esta medida pretende proporcionar una mejor respuesta a la amenaza de propagación del conflicto sirio, en la práctica, estas enmiendas han permitido a las autoridades silenciar más voces. En sus conclusiones de noviembre de 2017, el Comité por los Derechos Humanos reiteró su petición de 2010 de retirar la Ley Antiterrorista para adaptarla al PIDCP, a pesar de las afirmaciones de las autoridades de que la ley “cumple con las obligaciones internacionales de Jordania”.
Tras una ola de manifestaciones en 2011, durante la Primavera Árabe, la reina jordana pidió libertades “altísimas”. Sin embargo, también en 2011, el artículo 149 del Código Penal se utilizó por primera vez contra profesores que se manifestaban cerca de las oficinas del primer ministro para pedir el establecimiento de un sindicato del profesorado.
Desde entonces, docenas de críticos, periodistas, opositores políticos y manifestantes políticos han sido detenidos y torturados por la GID, y después procesados ante el Tribunal de Seguridad Estatal bajo cargos de terrorismo, simplemente por expresar su opinión.
Un ejemplo claro de la naturaleza política de tal acoso judicial es el caso del conocido presentador de radio y televisión Amjad Qourshah, detenido en junio del 2016 tras criticar la participación de Jordania en la coalición internacional liderada por EE.UU. contra el Daesh. Qourshah había publicado un vídeo en YouTube en el que afirmaba que los estados árabes estaban siendo obligados a luchar en una guerra que no es la suya. El fiscal del Tribunal de Seguridad Estatal le acusó “perturbar las relaciones con un Estado extranjero” bajo la Ley Antiterrorista.
Como fuerte aliado de los países occidentales, Jordania parece tener éxito a la hora de mantener su imagen liberal. En enero de 2015, la reina Raina y el rey Abdullah estuvieron entre los líderes mundiales que marcharon para defender el derecho a la libertad de expresión en París, tras los atentados terroristas contra Charlie Hebdo. Sin embargo, al mismo tiempo, las autoridades siguen reprimiendo la libertad de expresión en el reino hachemita bajo el pretexto de la “seguridad nacional”.
Estas contradicciones parecen estar enraizadas en la política de Jordania. En marzo de 2016, las autoridades lanzaron un Plan Nacional Integral de Derechos Humanos, que estableció entre sus prioridades la mejora del derecho a la libertad de opinión y expresión. Seis meses después, la Comisión Mediática prohibió a los medios informativos que informaran sobre el rey o sobre cualquier miembro de la familia real.
Sin embargo, esta brecha entre la imagen pública liberal de Jordania y su política doméstica conservadora pasa inadvertida en la comunidad internacional. Como recordó hace poco el Comité por los Derechos Humanos, uno de los mayores desafíos del reino es la necesidad de encontrar el equilibrio entre la seguridad y los derechos humanos; tras la máscara liberal, lo primero sigue teniendo prioridad ante lo último.
Behind the mask of liberalism, security has priority over human rights in Jordan