El Papa Francisco desaprovechó una oportunidad histórica para diferenciar realmente su legado del de los papas anteriores. Por desgracia, también para él, la conveniencia política se impuso a todo lo demás. En su visita a Birmania (Myanmar) el pasado 27 de noviembre, se abstuvo de usar la palabra ‘rohinyá’.
Pero, ¿qué esconde un nombre?
En nuestros frenéticos intentos de comprender y articular la difícil situación de la minoría musulmana rohinyá en Birmania, a menudo, quizás inadvertidamente, ignoramos el núcleo del asunto: la lucha de los rohinyá es, básicamente, una lucha por la identidad.
La mayoría budista de Birmania y sus representantes, entre ellos el poderoso ejército y la líder de facto del país, Aung San Suu Kyi, lo comprenden a la perfección. Utilizan un discurso muy cuidado en el que los rohinyá nunca se reconocen como un grupo único con apremiantes aspiraciones políticas.
Por lo tanto, se refieren a los rohinyá como ‘bengalíes’, afirmando que la minoría musulmana se compone de inmigrantes de Bangladesh que entraron ilegalmente al país. Nada más lejos de la realidad.
Pero la precisión histórica no viene al caso, al menos para la mayoría budista. Al despojar a los rohinyá de cualquier afiliación a un nombre que les convierta en un colectivo único, se hace posible negarles sus derechos, deshumanizarles y, finalmente, realizar una limpieza étnica, como ha sucedido durante años.
Desde agosto, más de 650.000 miembros de la comunidad rohinyá han sido expulsados de su patria en Birmania mediante una operación conjunta y sistemática del ejército, la policía y varios grupos nacionalistas budistas. Lo llaman “operaciones de limpieza”.
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Miles de rohinyá han sido asesinados en este grave acto de genocidio, algunos de las formas más aborrecibles e inhumanas imaginables.
Zeid Ra’ad Al Hussein, comisionado del Consejo por los Derechos Humanos de la ONU, se ha referido a las purgas en Birmania como un “ejemplo de libro” de limpieza étnica. No cabe otra interpretación para esta terrible campaña de violencia gubernamental.
Pero, mientras miles de personas son arrojadas a la jungla o a mar abierto, se produce un silencio ensordecedor.
Fue hace muy poco cuando Rex Tillerson, secretario de Estado de EEUU, que visitó Birmania en noviembre, decidió etiquetar las tremendas violaciones contra los derechos humanos de los rohinyá como “limpieza étnica”.
Aunque sus declaraciones describieron el genocidio del gobierno como “abusos por parte de ciertos militares birmanos”, sigue siendo un paso adelante respecto al fracaso previo de ni siquiera referirse al problema.
Sin embargo, fue una gran decepción que el Papa se abstuviera de mencionar el nombre de los rohinyá en Birmania. Sólo lo pronunció cuando cruzó la frontera hasta Dhaka. En Bangladesh, utilizar la palabra ‘rohinyá’ parecía una estrategia política segura.
Se entiende que el abstenerse de usar la palabra ‘rohinyá’ en Birmania se hizo como una “concesión para los católicos del país”, según informó el Washington Post. La lógica es la siguiente: al desafiar a la narrativa popular que considera a los rohinyá como extranjeros, el Papa habría encendido la ira de los budistas contra la minoría cristiana del país en al menos dos regiones birmanas.
Si se nombra a los rohinyá, significa que el núcleo del problema tendrá más posibilidades de ser abordado directamente. Cuando retienen su identidad colectiva, los rohinyá se convierten en una entidad política, sujetos a los derechos y libertades de todas las minorías del mundo.
El Papa, tan audaz como ha sido respecto a otros asuntos, tiene la autoridad moral para desafiar la narrativa permeable – aunque desconcertante – de Birmania, que ha deshumanizado a los rohinyá durante generaciones. En 1982, se les negó el estatus como grupo minoritario y les despojaron de su ciudadanía, allanando el camino para la eventual limpieza étnica.
Por desgracia, al final, el Papa se unió a los poderes regionales e internacionales que insisten en entender la crisis de los rohinyá fuera del ámbito de las soluciones políticas, relacionadas con los derechos políticos y la identidad.
De hecho, no está solo. Los líderes de ASEAN que se reunieron en Manila, Filipinas, a mediados de noviembre no mencionaron a los rohinyá. Peor aún; en su documento final, de 26 páginas, mencionaron por encima la crisis en el Estado de Rakhine del Norte, el epicentro del genocidio rohinyá:
“… Extendemos nuestro agradecimiento por la pronta respuesta a la hora de prestar ayuda a los terrenos afectados por las inundaciones y deslizamientos de tierra del norte de Vietnam (…) así como a las comunidades afectadas en el Estado de Rakhine del Norte”.
Así es como los líderes surasiáticos responden a uno de los peores desastres políticos y humanitarios del Sudeste Asiático de las últimas décadas. Lamentable.
De pie y orgulloso en la foto final con el resto de los líderes estaba Aung San Suu Kyi, quien fue descrita durante muchos años por los medios occidentales como un ‘icono democrático’. En los últimos años, la ‘Dama de Birmania’ que desafió a la junta militar y pasó años bajo arresto domiciliario por ello ha encontrado una fórmula política que permite que comparta el poder con el ejército.
Aung San Suu Kyi, oportunista política, no llama a los rohinyá por su nombre. Aún peor; su gobierno ha tenido un papel clave a la hora de deshumanizar a los rohinyá y, en ocasiones, les ha culpado de su propio sufrimiento.
El pasado septiembre, en un último esfuerzo por salvar su reputación hecha añicos, dio un discurso televisado de 30 minutos en el que explicó su postura con una lógica muy confusa.
Lo mejor que se le ocurrió fue: “Somos un país nuevo y frágil que se enfrenta a muchos problemas… No podemos concentrarnos solamente en unos pocos”. Esos “unos pocos” son, por supuesto, los rohinyá.
Cuando el Papa llegó a Bangladesh, le esperaba un hombre llamado Mohammed Ayub como parte de una pequeña delegación de refugiados rohinyá.
El hijo de Mohammed fue asesinado con 3 años por el ejército birmano. El mensaje del padre al Papa no buscaba ayuda humanitaria para los refugiados desesperados; ni siquiera justicia para su hijo. Pretendía algo distinto.
“Debería decir lo que somos, rohinyá”, dijo Mohammed a Catholic Crux Now. “Hemos sido los rohinyá durante generaciones; mi padre y mi abuelo”.
En Dhaka, el Papa intentó volver a aprovechar esa oportunidad perdida.
“Hoy, la presencia de Dios también se llama rohinyá”, dijo.