Millones de niños de todo el mundo se levantarán la mañana de Navidad y abrirán sus regalos con un entusiasmo que sólo puede expresar un niño. El brillo en sus ojos se lo transmitirá a sus padres y a su familia. Es una imagen de felicidad que se repite también por todo el mundo musulmán en el momento de Eid. Incluso el acto más pequeño de amabilidad puede alegrar la cara de un niño.
Sin embargo, realmente no sé si Mohammed Shofique podrá volver a sonreír tras haber estado expuesto a la maldad y perversidad que nadie, mucho menos un niño, debería experimentar nunca. Este niño de 11 años me hizo a la idea de su mundo miserable y, mientras miraba a sus ojos profundos y oscuros, compartió conmigo una historia de horror y dolor de la que siempre me acordaré.
En todos mis años como periodista, recorriendo campos de exterminio en Palestina, Irak, Afganistán, Líbano y Pakistán, por decir algunos, nunca había experimentado una historia como la que me contó el joven rohinyá Mohammed.
El pequeño hablaba en un tono lento y deliberadamente monótono. Tenía una historia que contar, pero, en un campamento de más de 670.000 refugiados, es difícil que alguien, y menos un niño, sea escuchado. Tengo la bendición de haber tenido esta oportunidad de no sólo oír lo que tenía que decir, sino también de escucharlo.
Mientras nos comunicábamos gracias a un traductor, alguien me preguntó si había pedido permiso a sus padres para hablar con él. Fue una intervención bienintencionada; negué con la cabeza y apenas pude responder, ya que Mohammed ya no tiene padres. Fueron masacrados junto a la mayor parte de su familia en una matanza de asesinatos de los monstruos de Myanmar, que arrasaron su pueblo en Tulatuli, Maungdaw, con armas, machetes y espadas.
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Ahora, su hogar es una pequeña habitación hecha de plástico y bambú en el campamento de Thainkhali, uno de los muchos que se extienden sobre una vasta zona de Bangladesh, cerca de la frontera con Myanmar. Está muy lejos del hogar que compartía con su padre, Noor Islam, de 42 años, su madre, Hamida Khatu, de 35, sus cinco hermanos y su hermana, Taslima.
“No recuerdo la fecha de cuando sucedió”, me cuenta, pero era por la mañana, sobre las nueve. Recuerda huir de su casa con el resto de su familia mientras que las brutales fuerzas de Myanmar disparaban aleatoriamente a todo lo que se moviera en Tulatuli. Los ataques fueron repentinos e inesperados.
La madre de Mohammed puso a Arkan Ulla, de 15 meses, en los brazos de su hermano y, mientras corrían para salvar su vida, se separaron del resto de su familia. Acabaron acorralados por los soldados en el campo, junto a otros muchos ciudadanos del pueblo. Mientras el niño permanecía inmóvil, abrazando a su hermano pequeño, las balas empezaron a atravesar el cielo, y varios hombres de alrededor cayeron al suelo. “Entre los que cayeron reconocí a dos de mis tíos, Mohamed y Abdul Malik”, dice.
Le pregunté si recordaba algo más, y me contó que un “anciano piadoso y religioso” se enfrentaba sin miedo a la matanza que se produjo en el pueblo. “Los soldados le apuntaron con sus armas y los gatillos se atrancaron. Se enfadaron, y uno de ellos se acercó a él con una espada y le derribó”. Murió, añade con una voz monótona.
Mohammed no se inquietó mientras hablaba conmigo, como les suele pasar a los niños; permaneció ahí, rígido, como si siguiera en shock, mientras salían detalles horribles de su boca. Parecía como si necesitara descargar los recuerdos de ese terrible día, aliviado de compartir la carga que arrastraba.
Y qué carga. Cada vez que pienso en este niño, se me llenan los ojos de lágrimas. Si empatizas, los tuyos también se llenarán, porque el horror de ese día sólo acababa de empezar.
Cuando los soldados iniciaron la matanza en su pequeño pueblo, llegaron a las profundidades de la crueldad y la depravación, algo más allá de nuestra comprensión. Mientras separaban a los aldeanos en tres grupos, Mohammed avistó a su madre entre la multitud. Ella le alcanzó y cogió a Arkan Ulla de sus brazos para pasárselo a su hermana. Después, se los llevaron. No volvería a ver a sus hermanos.
Otro grupo, en el que estaban él, su madre y su tía, fue empujado dentro de una causa. Una vez dentro, un soldado apuntó a su madre con un arma y le exigió dinero y joyas. Ella no tenía nada de eso, y se lo dijo. El hombre se enfadó, y empezó a golpear a Mohammed con un palo delante de ella.
“Me golpeó con fuerza en el lado izquierdo de la cabeza”, explica, “y después otro soldado levantó un gran cuchillo y me golpeó en la cabeza con el filo”. El golpe no sólo le abrió la cabeza a Mohammed, sino que fue tan contundente que también le dejó inconsciente. “Seguramente me dejaron solo después de eso, creo que todo el mundo pensó que me habían matado”.
Cuando recuperó la consciencia, los soldados se habían ido. Todo alivio que hubiera podido sentir desapareció de inmediato cuando vio en lo que se había convertido la escena. Lo que vio le perseguirá durante toda su vida. “Mi madre estaba tirada en el suelo. Fui hacia ella, pero no se movía. Le habían cortado la garganta. Miré por todos lados y me di cuenta de que era el único que seguía vivo”.
Desconcertado y en estado de shock – y sordo de un oído, probablemente por la paliza – el niño salió corriendo de la casa cuando se dio cuenta de que estaba ardiendo. Mientras las llamas se tragaban el edificio, Mohammed corrió hacia los arrozales cercanos y se escondió allí hasta la mañana siguiente.
El pueblo ardía, y el inconfundible olor a cadáveres y a cuerpos quemados llenaba el aire. Vio cuerpos esparcidos por cada esquina, en charcos de sangre. Solo y asustado, siguió una corriente hasta que llegó al pueblo de Wykum.
Entre los supervivientes de allí, Mohammed buscó rostros familiares, pero no encontró ninguno. Pasó los siguientes cuatro días y cuatro noches solo y aterrorizado, preguntándose qué pasaría con él. Surgió un pequeño rayo de esperanza cuando vio a un grupo de otros musulmanes, y se unió a ellos.
Dos días después llegó a Bangladesh y cayó en buenas manos. Los médicos le curaron la herida de la cabeza y le dieron seis puntos. Me enseñó la cicatriz de su cráneo; no de la forma orgullosa y jactanciosa en la que los niños suelen enseñar sus heridas, sino de manera tímida, casi reservada; necesitaba que viera su cicatriz y que la tocara. Se inclinó y me mostró dónde la cuchilla había rasgado su cabeza.
Esa es la cicatriz física; fácil de ver y de sentir. Pero, ¿qué pasa con las cicatrices psicológicas enterradas en el alma de este niño? Eso es lo que me preocupa. Sin expresión durante el relato de su historia, la narraba de forma seca, clínica, sin cambiar el tono ni la entonación.
Por casualidad, un tío suyo lo vio con otros niños huérfanos y le llevó a una habitación donde pudo reunirse con su abuela; para su asombro, allí estaba su hermano pequeño, Rowzi Ulla. El niño, de 7 años, vive en un mundo silencioso desde que una enfermedad le dejó sordo y mudo cuando era más pequeño.
“Cuando vi a Rowzi corrí hacia él y lloré”, recuerda Mohammed. “Él también lloraba; nos abrazamos y lloramos juntos. Pensábamos que estábamos solos en el mundo, pero ahora nos tenemos el uno al otro”. Incluso este momento de felicidad lo expresa con el mismo tono monótono.
Cuando le pregunté qué quería hacer en el futuro, Mohammed me miró con sus profundos ojos marrones: “No sé qué quiero. Sólo tengo un hermano. A veces pienso que sería mejor que hubiese muerto con mi familia, y a veces le agradezco a Dios seguir vivo”. Viniendo de un niño de 11 años, esto es duro de oír.
Paró un momento. “Esas personas malas deberían ser castigadas por lo que me han hecho a mí y a todos los demás”, añadió deliberadamente. No había rabia en su voz, ni palabras titubeantes o vacilantes. Ninguna emoción; eso era lo que me quedaba a mí por suministrar.
Le hice una promesa a Mohammed. Le dije que haríamos todo lo posible por encontrar a los hombres malos que le hicieron daño a él, a su familia y a su pueblo.
Ningún niño debería vivir lo que él ha vivido. Del mismo modo, nadie que lea la historia de Mohammed debería descansar hasta que la maldad que visitó su pueblo sea castigada en un tribunal de justicia.
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Mientras que la ONU ruge y las políticas internacionales las desarrollan personas poderosas en centros de poder, deberíamos tomar un momento para recordar a Mohammed y su historia. Deberíamos hacer lo posible para ver cómo la justicia se cumple para él y para todos los demás Mohammeds, cuyas historias propias nunca van a ser escuchadas. Cientos de miles de rohinyá han vivido horrores que superan la comprensión humana. El dolor y el sufrimiento que ha experimentado el pueblo rohinyá nunca desaparecerá, pero es nuestro deber que se haga justicia en su nombre.
El despiadado poder militar de Myanmar ha cometido crímenes de guerra a escala industrial, ayudado de algunos monjes budistas y oficiales de la policía local. Ahora estamos empezando a construir una imagen de lo sucedido en pueblos como Tulatuli; y, lo que es más importante, están empezando a aparecer los nombres y las identidades de los responsables de estas atrocidades. Por eso soy capaz de enviarles este mensaje a los monstruos de Myanmar: sabemos quiénes sois, y vamos a por vosotros.
Yvonne Ridley trabaja con un equipo de mujeres abogadas de Protect the Rohingya cuya sede está en Johannesburgo, Sudáfrica. En la primera iniciativa de este tipo, las declaraciones de los refugiados se han considerado pruebas de crímenes de guerra, y se están empezando a argumentar contra el régimen de Myanmar.