La BBC ha informado de que “el gobierno israelí ha emitido un aviso para que miles de inmigrantes africanos abandonen el país si no quieren ser encarcelados”. Otros medios británicos también cubrieron esta noticia; The Guardian y The Independent hicieron balance del tema.
Israel ha ordenado a los inmigrantes que se vayan en 90 días o que se arriesguen a una detención indefinida a partir de abril. Supuestamente, el país ha ofrecido pagar hasta 3.500 dólares a quienes estén dispuestos a abandonar Israel dentro del plazo dado. Forward ha informado de que Israel también ha ofrecido al gobierno de Ruanda 5.000 dólares por cada deportado que acepte, como parte de la iniciativa de enviar a los inmigrantes a un tercer país. La orden exime a niños, ancianos y víctimas de esclavitud y trata de personas, pero las estimaciones aún sugieren que esta medida podría afectar hasta a 40.000 personas.
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En otro giro de los acontecimientos, el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, ha ordenado al asesor de Seguridad Nacional, Meir Ben-Shabbat, que reexamine el plan de expulsión. Haaretz ha informado de que “la necesidad de formular un plan alternativo ha surgido del miedo a que el encarcelamiento indefinido lleve a una escasez de espacio en las prisiones estatales y suponga un gran coste financiero a Israel.”
Sin embargo, este es sólo el último episodio de la saga continua de Israel y sus solicitantes de asilo e inmigrantes de África oriental. Ya hace años que Israel se ha enfrentado a una influencia continua de refugiados de Sudán, devastado por la guerra, y Eritrea, lo cual ha puesto en entredicho los principios fundacionales del Estado. En su apogeo en 2013, el número de refugiados llegó a una cifra estimada de 60.000; muchos de ellos vivían en barrios del sur de Tel Aviv como Saphira, cerca de la ciudad histórica de Jaffa, y de la estación de autobuses central de la ciudad. Otros muchos languidecen en instituciones como el Centro de Detención de Holot, situado en las profundidades del desierto del Negev, pero que se destinó hace poco al cierre para permitir la reasignación de fondos gubernamentales.
La ironía de este enfoque extremista respecto a los refugiados que huyen de la guerra no pasa desapercibida para muchos observadores, que han señalado rápidamente las condiciones geopolíticas que contribuyeron a la creación de Israel en 1948. Tras siglos de persecución en la Europa cristiana, pogromos cada vez más salvajes y el ascenso de las ideologías de derechas a finales del siglo XIX y principios del XX, los judíos europeos se enfrentaban a una situación extremadamente difícil. Muchos emigraron a Estados Unidos y a Latinoamérica, y, aunque algunos lograron entrar en Tierra Sagrada, decenas de miles fueron retenidos en campos de internamiento británicos en Chipre, debido a la prohibición de la inmigración al Mandato de Palestina.
Teniendo en cuenta esta experiencia histórica, que todavía figura con importancia en la narrativa oficial y psique israelí, uno podría permitirse pensar que el Estado y su pueblo serían más empáticos con otros que sufren unas penurias similares. Sin embargo, la actitud ante los inmigrantes africanos en Israel refleja una tendencia más amplia; una preocupación primaria por los problemas internos de una sociedad cada vez más fragmentada entre izquierda y derecha, los asquenazíes europeos y los mizrajíes orientales, el “tener” y “no tener”.
Este conflicto interno se ha desarrollado en la prensa israelí. Ron Cahlili, escritor de opinión en Haaretz, se preguntaba: “¿Cuándo acogerán a refugiados los de izquierdas en sus kibutz?”, refiriéndose a los asentamientos agricultores socialistas tradicionales, que se remontan a la Palestina de principios del siglo XX, y de los que aún existen muchos. Cahlili argumenta que los sectores de izquierdas de la sociedad israelí representan algo así como un récord en su condena de la política de asilo de Israel, y pide que se “recuerden nuestras raíces como refugiados”.
Estos “de izquierdas” suelen vivir en zonas más afluentes de Israel que las de los mizrajíes, que fueron establecidos en ciudades de la periferia o barrios degradados de Tel Aviv cuando llegaron desde varios países árabes a principios de los 50. Muchos de los de izquierdas son de origen asquenazí, el resultado de una inmigración intensa desde Rusia y Europa del este, y han jugado un papel clave a la hora de construir el Yishuv (la comunidad judía pre estatal) y la clase media moderna de Israel. Como tal, es menos probable que sufran económica o socialmente por la influencia de inmigrantes y refugiados africanos, que compiten con los mizrajíes por oportunidades de empleo mal pagadas y viviendas baratas. En lo que concierne a Cahlili, “es una guerra por trabajos, por hogares, por supervivencia básica, por dignidad humana”. De hecho, es un tema que forma parte del debate general sobre lo que significa la igualdad en un Estado que afirma ser justo, democrático y civilizado.
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La difícil situación de estos miles de refugiados está en manos de los miembros del establishment político que pretenden eliminar a cualquiera que no encaje en su idea de lo que significa ser un israelí en 2018. Quizá esperan que, al dirigir la ira pública hacia los extranjeros, puedan restar valores a las desigualdades que son consecuencia de la creación del Estado y de sus intentos de construir una identidad israelí homogeneizada de múltiples comunidades judías. Como Estado parte de la Convención de Refugiados de 1951, Israel tiene la obligación internacional de proporcionar refugio a quienes huyen de la guerra y la persecución. Que no lo haga ni esté dispuesto a hacerlo es un pobre reflejo de una sociedad fundada por refugiados que muchas veces se dieron de bruces con puertas vacías que aumentaban el sufrimiento histórico del pueblo judío. En lugar de, simplemente, repetir el mismo mantra idealista y vacío de “igualdad para todos”, Israel debe abordar las raíces de sus problemas sociales, que permiten al ciudadano cualquiera hacer oídos sordos al sufrimiento de los demás en defensa del yo.