La crisis migratoria en Europa podría determinar el futuro de la UE, advirtió la canciller alemana, Angela Merkel, el mes pasado, antes de la cumbre de emergencia convocada por los líderes europeos en Bruselas. Las conversaciones subsiguientes se prolongaron durante toda la noche, mientras los funcionarios luchaban por llegar a un acuerdo sobre uno de los temas más polémicos de la década, que ha dividido a la opinión pública en medio de una creciente intolerancia.
El consenso final es inestable. Con planes para que las naciones de la UE deporten a los inmigrantes al primer país al que llegaron, Francia e Italia ya han anunciado que esta medida no se les debería aplicar a ellos. Las propuestas para construir centros de internamiento en el norte de África para evitar que los migrantes viajen a Europa ya han sido rechazadas por Egipto, Túnez, Argelia y Marruecos.
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La crisis migratoria en Europa muestra pocas señales de mejora. Las cifras de migración han disminuido un poco desde su pico máximo en 2015; menos de 172.000 personas cruzaron el Mediterráneo el año pasado, con unas 728.470 solicitudes de protección internacional presentadas en la UE, en comparación con más de 300.000 cruces y más de un millón de solicitudes de asilo en 2016. Las tasas de mortalidad también han disminuido, pero no lo suficiente; unas 3.118 personas murieron en cruces marítimos el año pasado. Incluso si el mar les perdona la vida, aquellos que hacen el viaje traicionero corren un riesgo incalculable, obligados a pagar cantidades exorbitantes a contrabandistas y a entregarles sus pasaportes, escondiéndose de las autoridades europeas.
Antes incluso de llegar al Mediterráneo, los migrantes se enfrentan a un viaje agotador hasta el norte de África, tratando de evadir a decenas de traficantes de personas, mafias, traficantes de esclavos y abusos horribles, además de tratar de evadir la detección y la deportación. Aquellos que logran asegurarse un lugar en un barco se consideran los afortunados, mientras que los otros se enfrentan a un destino del que sabemos poco aún.
El mes pasado, una investigación de Associated Press reveló que Argelia había abandonado a más de 13.000 migrantes en el desierto del Sahara en los últimos 14 meses, incluidas mujeres embarazadas y niños. Expulsados a punta de pistola, miles de personas se han visto obligadas a caminar millas en temperaturas de hasta 48 grados, mientras se dirigen hacia el vecino Níger o Mali.
Un número desconocido de personas desaparece en el desierto, pero la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) ha estimado que por cada persona que muere cruzando el Mediterráneo, hasta dos personas se pierden en el Sáhara, lo que representa una insoportable cantidad de 30.000 personas desde 2014.
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Las expulsiones masivas desde Argelia han aumentado desde el octubre pasado, debido al incremento de la presión sobre los países del norte de África desde la UE para evitar que los migrantes y refugiados viajen al norte de Europa cruzando el Mediterráneo o atravesando la frontera con España. A cambio del tan necesario apoyo económico y diplomático, Argelia se ha cedido y ha usado a su vez a los migrantes como chivo expiatorio para sus problemas económicos y sociales, recurriendo al abandono sistemático para no tener que invertir recursos en mantenerles.
Y la UE ha aprobado tácitamente las acciones de Argel, con un portavoz que confiesa que la unión sabía muy bien lo que estaba haciendo Argelia, pero que los “países soberanos” pueden expulsar a los inmigrantes y refugiados siempre que cumplan con el derecho internacional.
La respuesta global a la crisis migratoria con frecuencia critica tales situaciones, pero las causas subyacentes de este éxodo masivo a menudo se pasan por alto. Esta crisis, el mayor movimiento de masas de personas desde la Segunda Guerra Mundial, no es el resultado de un solo desastre o conflicto nacional. Con migrantes de más de 15 países diferentes de Asia, África y Oriente Medio que realizan el traicionero viaje al norte, esta migración es el resultado de una historia moderna que ha fallado en el sur global, con siglos de interferencia política y económica que culminan ahora en los barcos sobrepoblados en el Mediterráneo.
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Mientras que los conflictos militares se remontan a la intervención política occidental, ya sea indirectamente, en el caso de conflictos como Siria o directamente en los casos de Afganistán e Iraq, el legado del colonialismo en los estados africanos rara vez se reconoce, pero está presente en la la fragilidad económica que induce a tantos de sus ciudadanos a marcharse.
Se cree que cientos de miles de migrantes han viajado desde Eritrea, Nigeria, Somalia y Sudán en los últimos años; países que fueron víctima de la extracción sistemática de recursos en los tiempos del colonialismo, y que desde la independencia han estado vinculados a instituciones financieras globales en un ciclo interminable de pobreza.
No es posible ignorar el hecho de que las líneas rectas que conforman las fronteras antinaturales de Argelia, Libia, Níger o Sudán del Sur han sumido a la región en décadas de conflicto, impidiéndole enfocarse en el desarrollo. Teniendo en cuenta la imposición del modelo de estado nación, la instauración de fronteras arbitrarias y los sistemas de gobierno inconclusos que son el legado de potencias coloniales de tiempos tan recientes como la década de 1960, algunos de estos estados han logrado evitar nuevas catástrofes con relativo éxito. Sin embargo, el progreso sigue siendo esquivo, ya que el gobierno autocrático y corrupto sigue siendo tolerado por las potencias occidentales, por el bien de sus negocios. El dinero que hay sobre la mesa les hace mirar hacia otro lado, aun cuando son violados los derechos humanos.
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Pocos países europeos se han disculpado por los crímenes cometidos por sus respectivos imperios, algunos hace menos de 100 años. Por el contrario, algunos continúan glorificando sus legados pasados, incluido el presidente francés, Emmanuel Macron, que recientemente instó a los jóvenes de África a olvidar el legado del colonialismo, dado que la mayoría de la población no ha vivido directamente en este momento. Para colmo de males, Europa ahora se niega a abrir sus puertas a aquellos que huyen de la persecución, lavándose las manos de los conflictos, cuyas raíces se extendieron durante su gobierno.
Los ciclos de decadencia y progreso de Europa se ha construido en gran medida sobre la base de los respectivos imperios coloniales de sus naciones. Han creado sociedades con economías exitosas, asegurado la libertad política para sus ciudadanos y se han constituido en centros de arte y cultura. No es de extrañar que las personas de los países que gobernaban anteriormente también busquen una vida mejor en tales naciones, no para vivir de la generosidad del estado, como asegura la extrema derecha, sino para trabajar y vivir con seguridad y dignidad.
El desafío de alojar a cientos de miles de migrantes y refugiados que buscan cruzar a Europa sigue siendo crítico. Sin embargo, la UE haría bien en reconocer que ayudar a estas personas no debería ser solo un acto simbólico de generosidad o humanidad, o una forma de abordar su propia escasez de mano de obra; sino como una forma de compensación por un orden mundial todavía sesgado en contra de ellos.
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