Cuando conmemoramos el 25º aniversario de la firma de los Acuerdos de Oslo, resulta el momento apropiado para considerar lo que ha sido denominado como “un instrumento de rendición palestina, un Versalles palestino.” Eso es lo que el difunto Edward Said escribió en su ensayo “The Morning After”. Con la esperanza de que los líderes palestinos ya estuvieran sobrios de la eufórica y embriagadora ceremonia de firma en el jardín de la Casa Blanca, el profesor Said pasó este acuerdo por su bisturí.
¿De qué sirve la autodeterminación palestina, se preguntaba retóricamente, si no existía una verdadera libertad, soberanía e igualdad? “La sumisión perpetua a Israel” es el objetivo del proceso de paz de Oslo, señaló. Desconcertado por la cantidad de palestinos encantados con que Israel los reconociera como pueblo, Said lamentaba que el Estado sionista no hubiera concedido nada tras haber recibido la “segunda mayor victoria de la historia del sionismo”. Y tenía razón. Oslo fue una herramienta colonial cuyo objetivo nunca fue acabar con la ocupación israelí en los territorios palestinos.
Es una acusación aleccionadora de Oslo y un gran testimonio de la previsión de Said – y, ha de decirse, de unos cuantos como él – que fuera capaz de ver las nefastas implicaciones de la negociación faustiniana. Un siglo de sacrificios, desposesiones y heroica lucha finalmente se vino abajo y, ¿para qué?
A pesar de la expulsión a manos de Israel de 800.000 palestinos en 1948 y de, como recordaba Said, “la conquista de su tierra y su propiedad; la destrucción de más de cuatrocientos pueblos palestinos; la invasión de Líbano; los estragos de 26 años [ahora 51] de una brutal ocupación militar… fueron las víctimas del sionismo, los palestinos [quienes] quedaron retratados ante el mundo como sus asaltantes arrepentidos.” Fue como “si este sufrimiento se hubiera reducido al estatus de terrorismo y violencia, renunciando a ello o pasándolo por alto en silencio.”
Aunque la comprensión única de Said del modo en el que el poder mantiene su control sobre la sociedad le hizo sospechar profundamente de Oslo, la comunidad internacional vio el acuerdo como un vehículo para la autodeterminación palestina en los territorios ocupados por Israel en junio de 1967, en la Guerra de los Seis Días. Sus partidarios afirmaban que, después de Oslo, Israel dejaría gradualmente el control sobre el territorio en Cisjordania y en la Franja de Gaza, y que, eventualmente, la recién formada Autoridad Palestina formaría allí un Estado independiente.
No fue así. En lugar de utilizar el periodo interino para llevar a cabo negociaciones sobre los problemas más importantes – refugiados, Jerusalén, fronteras, asentamientos –, Israel usó ese tiempo para anexionar todo el territorio palestino que pudo. Es un proceso colonial que sigue en curso.
Leer: Post-Oslo: Lo que se escribió hace 20 años
Un cuarto de siglo después del famoso y vacilante apretón de manos entre Yasser Arafat y Yitzhak Rabin, los palestinos no están más cerca de cumplir sus objetivos, mientras que Israel ha expandido su colonización cuadriplicando el número de colonos ilegales repartidos en tierras palestinas. El territorio previsto para un Estado palestino alberga ahora algunos de los elementos más extremistas de la sociedad israelí; los fundamentalistas judíos religiosos consideran el conflicto como una guerra cósmica entre el bien y el mal.
Gran parte del debate en cuanto a Oslo se ha centrado en su fracaso. Se ha jugado a echar las culpas a lo largo de los últimos años para determinar quién es más culpable, Israel o Palestina, del fracaso del proceso de paz. Sin embargo, es razonable preguntarse: ¿falló Oslo porque no se implementó correctamente, o porque ya era inherentemente defectuoso?
Los palestinos involucrados directamente en el proceso de Oslo admiten la futilidad de las negociaciones. “Exigir que los palestinos – viviendo bajo un mandato militar israelí – negociaran con su ocupante y opresor es como exigir que un rehén negocie con su secuestrador,” dijo Diana Buttu, una de las expertas legales del equipo palestino. “Es repugnante que el mundo exija que los palestinos negocien su libertad,” insistió hablando sobre el defecto estructural del proceso de Oslo, que consideraba moralmente iguales al ocupante y al ocupado.
Al entablar negociaciones con Israel antes de que aceptara comprometerse a poner fin a su ocupación, los palestinos renunciaron a su reivindicación reconocida unilateral e internacionalmente a Cisjordania y a la Franja de Gaza. El gobierno palestino, como observó Said, entregó a Israel un derecho igual al territorio palestino con un solo apretón de manos. De un día para otro, el territorio considerado inherentemente palestino se convirtió en “territorio disputado”, ya que el derecho internacional, bajo el cual la adquisición de territorio mediante una guerra es ilegal, no se aplicaba en Palestina.
En las muchas preguntas respecto a la muerte del proceso de paz de Oslo, merece mayor atención la noción de que nunca pretendió conseguir su objetivo declarado de poner fin a la ocupación israelí y dar a luz a un Estado palestino. Es la explicación que parece más lógica, y sugiere la verdadera razón por la que se ha producido una constante regresión de los derecho palestinos mientras que Israel ha podido continuar con su agresiva apropiación territorial. Contrariamente a la suposición que llevó a las dos partes a entrar en negociaciones, el conflicto de Palestina nunca se trató de “territorios disputados”; se trataba de la reivindicación sionista del control exclusivo sobre la tierra histórica de Palestina. Este hecho y sólo este es por el que fracasó Oslo.
El llamado proceso de paz ahora es denunciado universalmente como nada más que un ardid político que sirvió como una “hoja de parra" para consolidar y profundizar el control israelí sobre la vida palestina.” Dos ideales fundamentales de la ideología sionista estuvieron en juego en su formación, señaló el historiador Ilan Pappé: el control del territorio palestino y la reducción de los habitantes palestinos en él. Los sionistas se apegaron “religiosamente” a estos dos principios, escribió Pappé en una evaluación crítica de los Acuerdos. Los líderes israelíes decidieron negociar con los palestinos porque estaban convencidos de que habían dado con una nueva fórmula que les permitiría asegurar los territorios que habían codiciado sin anexionar a la población palestina.
En retrospectiva, el proceso de Oslo ha sido un éxito para Israel y una derrota trágica para los palestinos. Aquel apretón de manos en Washington ha cumplido su objetivo; le ha otorgado a Israel todo lo que quería y ha negado a los palestinos todos los derechos que tenían y que deberían tener.
El gobierno israelí, como muchos han señalado, utilizó egoístamente Oslo para servir a sus propios objetivos; nunca quiso la paz. “Al reducir la lucha palestina al proceso de un trueque por trozos de tierra, Oslo desarmó ideológicamente a partes importantes del movimiento político palestino, que defendía la resistencia continua al colonialismo israelí y buscaba cumplir genuinamente con las aspiraciones palestinas,” escribió Adam Hanieh en 2013.
Avanzando hasta la era post-Oslo, un camino hacia la resolución pacífica deberá evitar las suposiciones erróneas que arruinaron su progreso. El conflicto es entre un ocupante y un ocupado; no son palestinos que intentan destruir Israel. El Estado sionista es el ocupante y el agresor; está obligado moral y legalmente a poner fin a su ocupación beligerante. Los palestinos son las víctimas de la ocupación israelí; no están obligados moral ni legalmente a conceder ningún aspecto de sus derechos históricos y muy legítimos ni a negociar hasta que Israel no ponga fin a su ocupación. Los palestinos, sobre todo sus líderes, deberían recordar las palabras de Edward Said y nunca olvidar que apaciguar a Israel sólo provoca miseria y humillación. También tienen que recordar que Israel fue obligado a negociar sólo después de que los palestinos obtuvieran cierta influencia tras la primera intifada. Aunque la resistencia violenta sería imprudente y contraproducente en este momento, tienen que sacar influencia de alguna parte en contra de la ocupación impune de Israel.
Ninguna solución, mucho menos una solución llamada “el acuerdo del siglo” que deshecha unilateralmente pilares importantísimos de la causa palestina – en especial, Jerusalén y los refugiados – tiene posibilidad de éxito. El desafío para Israel es encontrar a un líder que reconozca el derecho palestino a la autodeterminación total y que acepte acatar el derecho internacional, antes de que colapse bajo el peso de sus propias contradicciones; la etnocracia religiosa y la democracia no pueden existir una junto a la otra para siempre. Dada la trayectoria actual, con el crecimiento de la extrema derecha y de los fundamentalistas judíos en el país, lo más seguro es que este líder no aparezca.
El desafío para la comunidad internacional es garantizar que no se permita la impunidad de la ocupación israelí y de las nuevas realidades que se han creado – asentamientos, desplazamientos, clausuras y discriminación racial sancionada por el Estado. Requerirá coraje y determinación tratar a Israel como a cualquier otro país que viole constantemente el derecho internacional; el excepcionalismo israelí no puede tolerarse bajo ninguna circunstancia. Premiar el comportamiento agresivo e ilegal de Israel con acuerdos comerciales preferenciales y complacer su desprecio por las leyes y convenciones internacionales – que el resto del mundo está obligado a cumplir – es una receta para el desastre, lo que conduce a más décadas de conflicto e incluso inestabilidad global.
Las opiniones expresadas en este artículo pertenecen a su autor y no reflejan necesariamente la política editorial de Monitor de Oriente.