Las guerras en las regiones del Oriente Medio y el Norte de África (MENA) han demostrado durante años que es más fácil para las partes involucradas alcanzar acuerdos políticos bajo los auspicios de las Naciones Unidas o de los órganos regionales de coordinación. Sin embargo, el problema siempre ha sido, y sigue siendo, la aplicación de tales acuerdos. Es un misterio sin ninguna respuesta aparente. Incluso podríamos decir que hay quienes tienen grandes intereses en estos asuntos que no quieren que se resuelva el misterio.
Este es el caso del Yemen, donde la guerra se acerca a su sexto año desde que comenzó la gran intervención extranjera. Todos los esfuerzos diplomáticos no han logrado ponerle fin, a pesar de las numerosas rondas de negociaciones, los innumerables acuerdos y la participación de los enviados de las Naciones Unidas. También es el caso de Siria, donde participan muchos mediadores y actores, y se han alcanzado varios acuerdos. Lo mismo ocurre en Libia, donde las partes interesadas están luchando entre sí a expensas de los intereses del gobierno reconocido internacionalmente. No hemos visto que se haya aplicado ni un solo acuerdo sobre el terreno en estos países.
Esto podría deberse a que los acuerdos reflejan los objetivos de los aliados y partidarios regionales e internacionales, más que los de las partes locales. Estos últimos sólo tienen un margen limitado para la toma de decisiones que no les permite determinar si su país está en guerra, hace la paz o cualquier otra cosa de importancia similar.
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Hemos visto en estos países cómo se alcanzan acuerdos que satisfacen las necesidades inmediatas de tal o cual grupo, y que se utilizan para aprobar políticas específicas más que para responder a las aspiraciones de las personas afectadas por la guerra. Esto explica su incapacidad para abordar asuntos menos complejos como las crisis humanitarias.
Todo comienza con demandas políticas específicas o manifestaciones pacíficas, seguido de complicaciones que conducen a la guerra civil, o muy cerca de ella, y termina con la intervención extranjera a petición de tal o cual parte. Luego avanza hasta una etapa impredecible, a pesar de la cuestión de las resoluciones del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas en virtud del Capítulo VII de la Carta de las Naciones Unidas, para imponer una solución y asignar enviados internacionales a un gran costo financiero para que sean mediadores, a menudo sin éxito.
Los partidos locales deberían reconsiderar y recordar que sus supuestos partidarios piensan más en sus propios intereses que en establecer a los locales de la manera que desean, o en restaurar su autoridad en todo el territorio nacional. En este caso, debemos ser justos y echar la mayor culpa y responsabilidad a la parte que lideró un golpe o una guerra civil con la esperanza de consolidar su poder. En el caso del Yemen y Siria, fueron los Houthis y Bashar Al-Assad respectivamente. Ambos se negaron a escuchar las demandas legítimas del pueblo y los obligaron a tomar las armas. En Libia, Khalifa Haftar tiene la mayor responsabilidad de que la rebelión armada cumpla su objetivo de gobernar el país por la fuerza y no por las urnas.
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Cuando las armas se usan antes que las palabras, un lado debe ser victorioso sobre el otro para acelerar la solución. Esta es la lógica basada en la realidad, no sólo un análisis. Sin embargo, ¿los aliados los apoyarán lo suficiente para lograrlo? Algunos pueden, aunque estén trabajando con otros para prolongar el conflicto con el fin de vender más armas, lograr más objetivos e implicar a más países.
En tal escenario, el papel de la ONU y sus enviados es más de relaciones públicas que otra cosa, con la ilusión de una solución que se renueva y se comercializa año tras año. También atraen a los donantes con el pretexto de ayudar a los necesitados, los desplazados y los refugiados, y de patrocinar la solución política que se pierde en el interminable proceso de negociación.
Este artículo apareció por primera vez en árabe en Al-Arab el 12 de marzo de 2020
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Por Mareb Al-Ward