A fines del mes de febrero, la Administración de Donald Trump anunció a los cuatro vientos, lo que debería ser, un acuerdo histórico con el grupo guerrillero Talibán de Afganistán.
Paradójicamente, después de combatirlos durante dos décadas, Estados Unidos entendió necesario negociar con su enemigo acérrimo de antaño.
La geopolítica regional evidencia que los Talibán son un actor clave de la política afgana. Un país devastado por la guerra, por cierto, no sólo contra Estados Unidos, sino contra una coalición de fuerzas extranjeras que acompañaron al ex presidente Bush Jr. en su campaña de lucha global contra el terror en 2001, a raíz de los atentados del 11-S.
Y es que Afganistán no es un país tal y como conocemos en Occidente. Se trata más bien de una sumatoria de tribus y grupos étnicos que rivalizan entre sí por el control de las distintas provincias y que no dudan en lucrar con la situación de crisis y guerra que azota al país desde incluso antes de la invasión estadounidense.
El acuerdo fue negociado durante meses entre Estados Unidos y los Talibán en Doha, la capital de Qatar, convertido este pequeño Estado del Gofo en anfitrión de individuos y grupos controvertidos, como Hamas o los líderes de la oposición siria. Dicho acuerdo estipula la retirada paulatina de las tropas remanentes de Estados Unidos, aproximadamente 14.000 efectivos y de la OTAN.
Sin embargo, pesa la incertidumbre sobre temas cruciales al conflicto de Afganistán. La primera incógnita resulta de la falta de entendimiento entre los Talibán y el gobierno de Kabul, liderado por Ashraf Ghani, a quien éstos consideran un outsider y títere de la Administración estadounidense. Es por esta razón que el presidente afgano no participó de las negociaciones entre delegados estadounidenses y talibanes. Ghani contraataca y se rehúsa a liberar a 5.000 presos, miembros del movimiento Talibán.
Irán y Pakistán, vecinos de Afganistán sufren las externalidades del conflicto y siempre buscaron la forma de hacer entender a Washington que cualquier solución ha de ser consensuada con ellos ya que son los primeros en verse afectados por lo que sucede en el país limítrofe. De hecho, Estados Unidos acusó durante años a Pakistán de dar cobijo a sus adversarios, además de los Talibán la agrupación terrorista Al Qaeda, cuyo icónico líder, Osama Bin Laden fue asesinado en Abotabad, Pakistán.
Otra arista menos conocida del conflicto afgano es el incremento en la producción de opio y heroína a partir del cultivo de la amapola en Afganistán. En los últimos 15 años la producción se cuadruplicó y hoy son 328.000 hectáreas cultivadas, equivalentes a cinco veces la extensión de Madrid.
En efecto, el 90% de la heroína del mundo proviene de Afganistán y representa el 90% del mercado europeo y 95% del canadiense. Se estima que el 20% de las ganancias va a parar a manos de los Talibán. Si bien durante el periodo en que gobernaron el país entre 1996 y 2001 prohibieron el cultivo de amapolas y penalizaron severamente a los campesinos, con el inicio de los combates entre las fuerzas de la coalición liderada por Estados Unidos y los milicianos talibanes, el movimiento extremista recurrió al narcotráfico para su financiación.
Tristemente el cultivo de opio genera actualmente 590.000 empleos y por tanto supera el número de efectivos del Ejército y la policía afganos que asciende a 313.728 personas.
Dejando de lado el escepticismo respecto a la durabilidad de un acuerdo tan espurio entre adversarios, aparentemente irreconciliables, cualquier atisbo de paz que permita un periodo de tranquilidad para la población afgana, tan sufrida y castigada, es una gran noticia. No obstante, algunas realidades en torno a este conflicto de dos décadas son un trago amargo, y quizás por ello el presidente Trump quiere ponerle un punto y final.
El coste de la guerra para Estados Unidos, según varios informes de agencias norteamericanas, se estipula en 1.500 millones de dólares, y ésta es una cifra conservadora. No incluye el coste de atender a los veteranos de guerra y otros costes indirectos del Departamento de Defensa. Estados Unidos podría pagar desde ahora y hasta 2050, 8.000 millones de dólares sólo de intereses de deuda que fue tomada para financiar la guerra. Aproximadamente 320.000 soldados norteamericanos que sirvieron en Irak y Afganistán tienen lesiones graves, por ejemplo cerebrales. Mil seiscientos militares perdieron algún miembro y reclaman en la actualidad pensiones por discapacidad o tratamientos médicos que pueden ascender a 1.000 millones de dólares. En suma, generaciones futuras de norteamericanos seguirán pagando el coste de la guerra por años.
Aunque irreal, cabe preguntarse qué hubiera sucedido si se hubiesen volcado estas cifras siderales al desarrollo del país, en vez de costear una guerra sin fin. La ayuda internacional prometida a Afganistán en el período inicial del conflicto entre 2001 y 2008 -25.000 millones de dólares- nunca llegó en la proporción anunciada. Además, la corrupción endémica allí existente, desvió ingentes cantidades a los señores de la guerra, verdaderos dueños del país.
Afganistán, tildado de cementerio de los imperios británico y soviético, ha sido y será tierra codiciada por su ubicación estratégica. Décadas de violencia y conflicto han sometido a la población afgana a tormentos varios y a un prolongado exilio en países vecinos. Las mujeres afganas, especialmente en la capital, Kabul, y otras ciudades desarrolladas, temen el regreso de los Talibán al gobierno central pues dudan de su ideario y aún tienen presente las muchas prohibiciones a las que fueron sometidas durante su régimen.
No obstante lo anterior, la solución a la violencia y el subdesarrollo en Afganistán nunca fue ni será por la vía militar. Es hora de darle una oportunidad a la paz y confiar en que Noruega, tal como viene haciendo en otros conflictos enquistados, pueda influir con su talante negociador y pragmático a las facciones afganas rivales para que alcancen un acuerdo lo más longevo posible.
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