La pandemia provocada por el Covid-19 ha servido, entre otras cosas, para distraer la atención de los medios informativos, así como de la comunidad internacional, de varios conflictos bélicos qué deberían ser de urgente resolución.
Libia, un país del norte de África con balcón al Mediterráneo, atesora una gran riqueza en su subsuelo, como es el crudo liviano que alimenta la industria y la matriz energética de países europeos como Italia o Suiza.
Sin embargo, desde la caída del régimen que encabezara otrora un gobernante controversial como fue el coronel Muamar Gadafi, el país magrebí no logra encarrilarse.
Dividido desde 2011 en dos administraciones rivales, una con sede en Trípoli, donde funciona el Gobierno de Unidad Nacional (GNA) aceptado por la Unión Europea, Estados Unidos y Naciones Unidas como el representante del pueblo libio, y otra con sede en Tobruk, una ciudad al este del país en el área históricamente conocida como Cirenaica, desde dónde el Mariscal Jalifa Haftar, intenta hacerse, desde hace meses, con el control del país.
Haftar, un militar de línea dura, dirige el Ejército Nacional Libio y controla todo el este del país y amplios territorios al oeste, aunque todavía no haya podido hacerse con Trípoli, la capital.
Aprovechando el impasse a nivel internacional impuesto por la pandemia y, a sabiendas de que la atención de las potencias que se oponen a su voluntad de gobernar Libia se centra en el combate al coronavirus, Haftar invoca un supuesto mandato del pueblo para anunciar que a partir de ahora es el único gobernante del país norafricano.
Por su parte, el presidente del GNA, Fayez Al Sarraj, reiteró en los últimos días que las acciones de su rival Haftar constituyen un nuevo intento de golpe de Estado.
Lamentablemente, al igual que ocurre con otros conflictos en la región del norte de África y Oriente Medio, son muchos los elementos que inciden a la hora de obstaculizar una resolución que implique la reconciliación de los bandos en liza. Por otra parte, al clima de violencia y criminalidad que asola Libia desde el 2011, se suma ahora la participación interesada de potencias de la región y otras extra -regionales que complejizan la situación.
El GNA es respaldado por Estados Unidos y la Unión Europea, especialmente Francia qué le lleva la delantera a la antigua potencia colonial Italia. Y desde hace algunos meses se suma el apoyo de Turquía a Trípoli con el envío de mercenarios sirios que luchan junto a las fuerzas regulares libias contra las tropas de Haftar.
Turquía ha firmado acuerdos con el GNA para el suministro de crudo pero también con el objetivo de beneficiarse de los oleoductos libios en el Mediterráneo occidental. El presidente Tayep Erdogan teme que si cae su homólogo Fayez Al Sarraj, dichos acuerdos quedarán sin efecto.
Además, no hay que olvidar que Rusia tras su experiencia en Siria ha puesto la mira en Libia y ve una oportunidad de sacar tajada del caos en un Estado cuasi fallido. Turquía aprovecha la situación para medirse con Rusia en otro territorio geoestratégico que no sea el sirio, donde cooperan.
Por su parte, Haftar cuenta con alianzas sólidas cómo son Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos, y Rusia, que le proveen de armamento militar, sobre todo drones y misiles para defensa aérea e incluso mercenarios. Una de las razones por la que las monarquías árabes del Golfo apuestan por Haftar, es su recelo hacia la Hermandad Musulmana. Dicha cofradía cuenta con varios políticos que integran el Gobierno de Unidad Nacional en Trípoli. Por tanto, especulan con que, en caso de alzarse con la victoria, el Mariscal Haftar pueda aislar a elementos islamistas cuya línea discursiva no conviene a las monarquías del Golfo.
Libia, un país rico en petróleo y con unas reservas estimadas en 46.000 millones de barriles previo al alzamiento popular de 2011, se encuentra hoy sumido en una guerra de guerrillas, alimentada por distintos bandos y países extranjeros. El elevado nivel de criminalidad en el país impide la llegada de inversión extranjera directa, necesaria para seguir bombeando el preciado recurso que significa el petróleo. Haftar, considerado un líder renegado autoritario por parte de Europa, ordenó a principios de este año el cierre de los pozos petroleros ubicados al este del país, lo que afectó a la producción, estimada hasta entonces en 1,3 millones de barriles diarios. Dicha interrupción impidió la producción de 800.000 barriles diarios de crudo, lo que se tradujo en 77 millones de dólares en pérdidas financieras diarias.
Libia enfrenta una espectacular recesión económica que agrava la capacidad de respuesta de las autoridades rivales para hacer frente a la pandemia del coronavirus. Afortunadamente, Libia cuenta con una densidad de población muy baja, 3,5 habitantes por kilómetro cuadrado y hasta ahora ha podido mantener una esperanza de vida promedio de 71 años, lo cual lo sitúa a la cabeza del continente africano. Sin embargo, en caso de propagarse el virus, es previsible que su sistema de salud que ha sufrido una precarización debido a la falta de inversión de estos últimos nueve años, colapse.
Desde la caída del líder Gadafi, el país ha sido pasto del sectarismo y el tribalismo, y se ha convertido en terreno fértil para las mafias que operan con las redes de migrantes que buscan llegar a Europa. Asimismo, al fenómeno integrista de la agrupación extremista Al Qaeda en el Magreb islámico (AQMI) se suma desde hace al menos cinco años, el fantasma del autoproclamado Estado Islámico. Haftar se propone eliminar a estos grupos radicales y expulsar a los combatientes extranjeros de suelo libio.
Estados Unidos se ha expresado contrario a la decisión unilateral de Haftar de hacerse con el poder en Libia. Y al igual que Francia, Washington se ha manifestado a favor de promover el diálogo en pos de una reconciliación nacional de todas las partes en conflicto.
Sabido es el déficit democrático en la mayoría de los países árabes y musulmanes. Gadafi gobernó Libia desde 1969 hasta su muerte en 2011. Considerado un déspota por unos, y benefactor por otros, tras su asesinato, florecieron rencillas y rivalidades internas y se inició una carrera por el control de los recursos energéticos, lo que ha sumido al país en un caos permanente durante los últimos nueve años.
Europa muy próxima geográficamente a Libia, no debe desentenderse de los problemas de esta nación magrebí ya que, en buena medida, su seguridad depende de una mayor estabilidad y prosperidad del pueblo libio. La firma de acuerdos espurios con Turquía y Libia para el control y retención de migrantes dispuestos a cruzar el Mediterráneo, no puede justificarse indefinidamente sin comprometer la credibilidad de la Unión Europea. Aunque el temor a la propagación del coronavirus haya relegado la cuestión de la migración y sobre todo las peticiones de asilo a un segundo plano, la UE debe honrar su tradición de respeto a los Derechos Humanos y actuar proactivamente en defensa de la dignidad humana. Los esquemas de cooperación norte-sur han probado ser instrumentos deficitarios, sobre todo en países donde la corrupción y la falta de transparencia impiden que la ayuda financiera redunde en una mejora sustancial de las condiciones de vida de estos pueblos.
Desde el punto de vista de la cooperación internacional en materia de prevención y combate al terrorismo transnacional, resulta vital colaborar con las autoridades de Libia para evitar que proliferen grupos que capitalizan la falta de institucionalidad y legalidad en el país. En ese sentido, hasta ahora no queda claro quién de los dos contendientes, Al Sarraj o Haftar, ofrece las mejores garantías para librar dicha lucha.
Sin duda, las aguas transcurren turbias en Libia y la intervención calculada de potencias como Rusia o Turquía no parecen encaminadas a tranquilizar la corriente. Sería óptimo que los gobernantes que acostumbran a reunirse en Moscú o Berlín para tratar de resolver el caos libio, recuerden el sabio refrán castellano “siembra vientos y recogerás tempestades”.
Las opiniones expresadas en este artículo pertenecen al autor y no reflejan necesariamente la política editorial de Monitor de Oriente.
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