Aunque Estados Unidos sigue siendo un firme defensor de Israel, hay algunos indicios de que el supuesto "vínculo inquebrantable" con Tel Aviv está flaqueando, aunque más en el lenguaje que en los hechos.
Tras la provocadora "Marcha de las Banderas" del 18 de mayo, que cada año llevan a cabo extremistas judíos israelíes en la ciudad palestina ocupada de Jerusalén Este, Estados Unidos se unió a otros países de todo el mundo para condenar el racismo mostrado en el acto.
El lenguaje utilizado por el Departamento de Estado estadounidense fue firme, pero también cauto. El portavoz Matthew Miller no condenó la marcha racista y provocadora -en la que participaron destacados funcionarios israelíes-, sino el lenguaje utilizado por la gran multitud, en su mayoría firme partidaria del gobierno de extrema derecha del primer ministro Benjamin Netanyahu.
"Estados Unidos se opone inequívocamente al lenguaje racista en cualquiera de sus formas", tuiteó Miller. "Condenamos los cánticos de odio como 'Muerte a los árabes' durante las marchas de hoy en Jerusalén".
Cuidadosamente articulada para no parecer una condena del propio Israel, la postura de Estados Unidos sigue siendo más "equilibrada" que las anteriores, en las que los palestinos eran a menudo los asociados al uso estadounidense de palabras como "condena", "incitación" y similares.
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Por otra parte, durante la sangrienta guerra israelí de cinco días contra Gaza, que comenzó el 9 de mayo, Washington recurrió al mismo viejo guión, el de que Israel tiene "derecho a defenderse", tergiversando así por completo los acontecimientos que condujeron a la guerra en primer lugar.
Esta postura de Estados Unidos sobre la guerra de Israel contra Gaza sugiere que Netanyahu es el "defensor" de Israel contra la supuesta violencia y el "terrorismo" palestinos. Pero este supuesto defensor de los derechos israelíes aún no ha sido invitado a la Casa Blanca cinco meses después de que volviera al poder al frente del gobierno más derechista de la historia de Israel.
Algunos quieren creer que la decisión del gobierno de Joe Biden de distanciarse de Netanyahu fue totalmente altruista. Pero no puede ser así, ya que Estados Unidos sigue respaldando a Israel militar, financiera, política y de cualquier otra forma.
La respuesta está en los grandes errores de cálculo cometidos por Netanyahu en el pasado, cuando cruzó una peligrosa línea al ponerse en contra del Partido Demócrata y aliarse totalmente con los republicanos. Sus tácticas le reportaron dividendos durante el mandato del presidente republicano Donald Trump, pero el tiro le salió por la culata cuando Trump abandonó la Casa Blanca.
Biden es incuestionablemente proisraelí. Según sus propias declaraciones reiteradas, su apoyo a Israel no es solo político, sino también ideológico. "Soy sionista. No hace falta ser judío para ser sionista", ha repetido, y con orgullo, en varias ocasiones.
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Pero el presidente estadounidense también es anti-Netanyahu, una antipatía que incluso precede a la relación amorosa Trump-Netanyahu. Se remonta sobre todo a los dos mandatos de Barack Obama, cuando Biden era vicepresidente.
Los tejemanejes políticos de Netanyahu y sus implacables ataques a la Administración Obama de entonces enseñaron a Biden que, sencillamente, no se puede confiar en Netanyahu.
Sin embargo, Biden, con unos índices de popularidad históricamente bajos entre los estadounidenses de a pie, no puede, por sí solo, desafiar a Netanyahu y a la fortaleza de Israel en Washington a través de su influyente grupo de presión.
Hay algo más en juego, a saber, el hecho de que el Partido Demócrata en su conjunto haya cambiado sus lealtades, de Israel a Palestina.
Esta afirmación habría sido impensable en el pasado, pero el cambio es real, confirmado una y otra vez por empresas de sondeos creíbles. La última fue en marzo.
"Tras una década en la que los demócratas han mostrado una creciente afinidad hacia los palestinos, sus simpatías... ahora están más con los palestinos que con los israelíes, 49% frente a 38%", concluía la encuesta de Gallup.
El hecho de que esta creciente "afinidad" con Palestina se haya producido durante al menos una década sugiere que la postura de los demócratas era generacional, no el resultado de un único acontecimiento.
De hecho, numerosas organizaciones e innumerables individuos trabajan a diario para crear un vínculo entre "afinidad" y política.
Animada por las crecientes simpatías hacia Palestina, la representante Betty McCollum, defensora desde hace tiempo de los derechos de los palestinos en el Congreso de Estados Unidos, volvió a presentar el 5 de mayo la "Ley para la defensa de los derechos humanos de los niños y las familias palestinas que viven bajo la ocupación militar israelí".
Copatrocinada por otros 16 congresistas, la ley exige que se prohíba a Israel utilizar "el dinero de los contribuyentes estadounidenses en Cisjordania ocupada para la detención militar, abusos o malos tratos de niños palestinos".
Dos años antes, The Intercept había informado de que McCollum y sus partidarios estaban presionando para que se prohibiera que la ayuda estadounidense a Israel "subvencionara una gama más amplia de tácticas de ocupación israelíes".
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Alex Kane escribió, esto es "una indicación de lo lejos que ha llegado el debate sobre la ayuda de Estados Unidos a Israel en los últimos seis años", una referencia a 2015, cuando McCollum presentó la primera legislación sobre el asunto.
Desde entonces, las cosas han avanzado a una velocidad aún más acelerada. El esfuerzo por responsabilizar a Israel ha llegado ahora a la asamblea del estado de Nueva York.
El 16 de mayo, el New York Post informó de que varios legisladores demócratas habían presentado una ley para impedir que las organizaciones benéficas registradas en Estados Unidos canalizaran dinero para financiar asentamientos judíos israelíes ilegales.
¡La ley, titulada "Not on Our Dime! Ending New York Funding of Israeli Settler Violence Act", se atreve a desafiar a Israel en múltiples frentes: el poder tradicional del lobby pro-Israel, cuestionando la financiación estadounidense de Israel y enfrentándose a la canalización de fondos hacia asentamientos ilegales en nombre de obras de caridad.
Varias razones nos obligan a creer que el cambio en la política estadounidense sobre Palestina e Israel, aunque lento, matizado y, en ocasiones, simbólico, probablemente continuará.
Una es el hecho de que Israel está virando hacia un nacionalismo de extrema derecha, cada vez más difícil de defender por el gobierno liberal y los medios de comunicación estadounidenses.
Dos, la firmeza de los palestinos y su capacidad para superar las restricciones y la censura de los principales medios de comunicación, que les han impedido tener una representación justa.
Y, por último, la dedicación de numerosas organizaciones de la sociedad civil y la ampliación de la red de apoyo a los palestinos en todo Estados Unidos, que permitió a valientes legisladores impulsar un cambio sustancial en la política.
El tiempo dirá qué dirección tomará Washington en el futuro. Pero, teniendo en cuenta la evidencia actual, el apoyo a Israel está disminuyendo a un ritmo sin precedentes.
Para quienes abogan por una paz justa en Palestina, esto es algo positivo.
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